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Publicado originalmente en Forbes. 8 de septiembre de 2023

Entre más de 560 obras que se recibieron, el libro del autor nacido en Antofagasta se hizo acreedor al primer lugar.
Con su libro “Pero la verdad es que yo despierto”, el escritor chileno Víctor Quezada fue el ganador del II Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz. El mismo es organizado por El Arco & Flecha Editores en colaboración con la Asociación de Escritores de México.
Esta premio se instauró con el propósito de beneficiar a los poetas y estimularlos para seguir el camino de las letras. Para ello, se conformó un jurado compuesto por la investigadora literaria Elisa Munizza (España), así como los poetas Raúl Zurita, Mario Bojórquez (México) y Juan Carlos Mestre (España).
La convocatoria de este año recibió un total de 560 obras, provenientes de 29 países, de las cuales un equipo de lectores eligió 124, mismas que después fueron valoradas por el jurado y sólo cuatro de ellas fueron consideradas “unánimemente finalistas”. Fue así como el escritor chileno, nacido en Antofagasta (1983), obtuvo el primer lugar.
“Límpido y al vez feroz y rotundo, y a la vez de infinitos matices, político y al mismo tiempo de una figura que toca lo magistral, heroico porque está al borde del silencio, de la mudez y de la derrota, el libro ‘Pero la verdad es que yo despierto’ de Víctor Manuel Quezada, se alza como una de las muestras más salvajemente dulces, duras y deslumbrantes que pueda exhibirnos la poesía hoy”, declararon los jurados.
Además de un premio económico la obra del autor se publicará en coedición de El Arco & la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones.

¿Quién es Víctor Quezada?
El escritor chileno es cofundador, y además editor principal, del blog grupal de crítica literaria ‘La calle Passy 061’ (activo de 2006 a 2021). También es autor de los libros de poesía ‘Veinte’ (2004), ‘Muerte en Niza’ (2010), ‘Yoko’ (2013), reunidos ambos en ‘Marón americano’ (2016) e ‘Insistencia del día’ (2018). Así como del conjunto de ensayos ‘Contra el origen (2016); y las narraciones ‘Compost’ (2013), ‘bulto’ (2016) y Diario abierto (2016-a la fecha).
Publicado originalmente en Letralia. Jueves 31 de agosto de 2023

Con su libro Pero la verdad es que yo despierto, que presentó con el seudónimo “Ferreira”, el escritor chileno Víctor Quezada (Antofagasta, 1983) se convirtió en ganador del II Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, que organiza El Arco & la Flecha Editores en colaboración con la Asociación de Escritores de México, según se anunció el 29 de agosto.
El jurado, compuesto por los reconocidos escritores Elisa Munizza, Raúl Zurita, Juan Carlos Mestre y Mario Bojórquez, manifiesta en el veredicto que Pero la verdad es que yo despierto “es un libro que se destaca en nuestro presente lírico por sus notables virtudes de estilo y coherencia, de inteligencia y precisión de un lenguaje actual, vivo y que abre nuevos rumbos en la poesía iberoamericana”.
La lectura del acta tuvo lugar en una sesión virtual conducida por la escritora venezolana Carmen Rojas Larrazábal, fundadora de El Arco & la Flecha Editores, y con la participación de Obed González Moreno por la Asociación de Escritores de México. Durante la actividad se le otorgó al escritor chileno Raúl Zurita el Premio Honorífico por su Trayectoria en la Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, por lo que el sello publicará próximamente una antología de su obra poética.
Cofundador, y además su editor principal, del blog grupal de crítica literaria La calle Passy 061 (activo de 2006 a 2021), Quezada ha publicado los libros de poesía Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018), entre otros; además del conjunto de ensayos Contra el origen (2016) y el relato bulto (2016). En el ámbito de la escritura en entornos digitales es autor del libro en línea Compost (2013); desde 2016 lleva a cabo el proyecto Diario abierto y, a partir de agosto de 2022, su reversión, Diario abierto B/VETA; todos disponibles a través de la web del autor, victorquezada.cl.
El Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz está dotado con 3.000 dólares, diploma y publicación en México, en coedición de El Arco & la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones, dentro de la colección de poesía. En esta segunda edición participaron 560 obras de veintinueve países.
Un equipo de lectores eligió 124 que fueron valoradas por el jurado y se presentaron en una primera selección de hasta treinta propuestas, cuatro de las cuales alcanzaron la unanimidad como finalistas: Sin lado izquierdo, de “Cyrano de Bergerac”; Pájaro de fuego, de “Jacques de Sores”; Pero la verdad es que yo despierto, de “Ferreira”, y El mero pensar, de “Debora Winsky”.
En la primera edición del certamen, que tiene periodicidad anual y está abierto a autores de habla hispana, resultaron ganadores ex aequo los escritores Javier Alvarado (Panamá), con Un trueno sobre el Barú, y Leymen Pérez (Cuba), con Los países de la noche.

Publicado originalmente en Rialta Magazine, 29 agosto, 2023


El escritor chileno Víctor Manuel Quezada Soto (Antofagasta, 1983) resultó ganador, con su cuaderno titulado “Pero la verdad es que yo despierto”, del Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 2023, cuya segunda edición honró además la trayectoria literaria de un eminente compatriota suyo, Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950).
Así fue anunciado este martes 29 de agosto por los organizadores, El Arco y la Flecha Editores y la Asociación de Editores de México, en una sesión virtual que –conducida por Carmen Rojas Larrazábal, fundadora del mencionado sello– reunió al jurado compuesto por la profesora e investigadora literaria Elisa Munizza (España) y los poetas Raúl Zurita, Mario Bojórquez (México) y Juan Carlos Mestre (España).
Según el acta del premio, fechada el pasado 17 de agosto, el libro ganador –que coeditarán en México por El Arco y la Flecha Editores y Círculo de Poesía Ediciones– “se destaca en nuestro presente lírico con sus notables virtudes de estilo y coherencia, de inteligencia y precisión de un lenguaje actual, vivo, y que abre nuevos rumbos en la poesía iberoamericana”.
El poemario de Quezada Soto integró en principio un universo de 560 obras provenientes de 29 países, de las cuales un equipo de lectores eligió 124 que entonces “fueron valoradas por el jurado”. Solo cuatro de ellas fueron consideradas “unánimemente finalistas”, informó el comité evaluador; además de la galardonada, Sin lado izquierdo, Pájaro de fuego y El mero pensar.
Cada uno de los miembros del jurado justificó su voto personal a favor de “Pero la verdad es que yo despierto”: “un poemario”, de acuerdo con Munizza, “en el que percibimos frustración e impotencia, pero sin melancolía; es una obra que trasciende lo superficial, sumergiendo al lector en una profunda reflexión sobre la existencia humana”.
“Límpido y a la vez feroz y rotundo, y a la vez de infinitos matices, político y al mismo tiempo de una figura que toca lo magistral, heroico porque está al borde del silencio, de la mudez y de la derrota, el libro “Pero la verdad es que yo despierto”, de Víctor Manuel Quezada, se alza como una de las muestras más salvajemente dulces, duras y deslumbrantes que pueda exhibirnos la poesía hoy”, declaró por su parte Zurita.
Mestre valoró, en tanto, “la epifanía de una voz reconstructora de la conciencia poética implicada en el devenir de la historia crítica de lo contemporáneo, la condición de extranjería del ciudadano enfrentado a las tensiones éticas que modulan el habla poética de ese otro saber que es la poesía”.
Y sumó todavía al elogio inicial: “Memoria y dignidad de la tierra natal, emancipación de los discursos de sistema para dar amparo al habitante perpetuo de la fragilidad de los débiles y los descontentos; un viaje alrededor del epicentro del daño, las heridas políticas y las cicatrices que sobre el territorio natal dejan los ecocidios. Libro dialógico con la poesía de su época, una asamblea de voces que convoca al canto, a la celebración, y también a la denuncia; la voz solitaria de la misericordia descendiendo como un sollozo sobre las tierras baldías de la retórica. Verdad y pasión, una arriesgada y a la vez experimental expresión de las visiones de un muy notable poeta contemporáneo”.
Finalmente, Bojórquez afirmó que la propuesta del chileno “se distingue por su compromiso con un lenguaje dinámico que es reflejo de una sociedad vibrante y crítica; construye su discurso desde el dolor y desde la esperanza con una conciencia política y poética, representando así lo mejor de nuestra poesía actual en el continente de nuestra lengua”.
Quezada Soto fue uno de los fundadores, y el principal editor, del blog grupal de crítica literaria La calle Passy 061 (2006-2021). Ha publicado, entre otros, los cuadernos de poesía Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018), así como el volumen de ensayos Contra el origen (2016) y el relato Bulto (2016). En entornos digitales es autor del libro en línea Compost (2013) y del proyecto Diario abierto (desde 2016) y su “reversión”, Diario abierto B/Veta (desde agosto de 2022).
La ocasión del lauro —compartido el año pasado en su primera edición por el panameño Javier Alvarado (Santiago de Veraguas, 1982) y el cubano Leymen Pérez (Matanzas, 1976)–sirvió también para otorgar oficialmente el Premio Honorífico por su Trayectoria en la Poesía Sor Juana Inés de la Cruz a Raúl Zurita, de quien El Arco y la Flecha Editores publicará una antología próximamente.
Destacan en la obra del reconocido poeta chileno obras como Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982), El Paraíso está vacío (1984), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987), La vida nueva (1994), Tu vida derrumbándose (2005), Los países muertos (2006), Las ciudades de agua (2007), Cuadernos de guerra (2009), Zurita (2011), Son importantes las estrellas (2018) o La vida nueva, versión final (2018), así como y la antología personal Tu vida rompiéndose (editada en 2016 por Lumen).
Asimismo, ha publicado las novelas El día más blanco (1999, reeditado en 2015 por Literatura Random House) y Sobre la noche el cielo y al final el mar (2021); los relatos de Nuevas ficciones (2013), y los ensayos de Literatura, lenguaje y sociedad (1983), Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio (2000) y Los poemas muertos (2006).
Su literatura ha sido distinguida a lo largo de los años, entre otros, con el Premio Iberoamericano Pablo Neruda (1988), Premio Nacional de Literatura de Chile (2000), Premio José Lezama Lima (2006, Cuba; por INRI), Premio José Donoso (Chile , 2017)  Premio Iberoamericano Reina Sofía (España, 2020), Premio Internazionale Alberto Dubito (2020), Premio Internacional de Poesía García Lorca 2022.

Publicado originalmente en Experimental Lunch. 27 de febrero de 2020


Primero que nada, muchas gracias por tu tiempo. El 2019 lanzaste a través de Traza Editora la segunda edición de tu libro Bulto, el cual fue lanzado por primera vez el 2016. ¿Cómo se gestó la idea de una segunda edición y qué te llevó a atreverte a realizarla?

Quizás haya que decir algunas cosas. Traza es antes que una editora una instancia colectiva de trabajo, reflexión y aprendizaje. Es un espacio que está desarrollándose, de manera lenta. Un espacio móvil, en el que participan muchas personas, abierto a quien desee participar, que tiene distintas dimensiones, la editora es una de ellas, pero todo partió con la experiencia de cinco talleres (de poesía, narrativa, de lectura y de crítica) que se llevaron a cabo durante 2019 en diferentes lugares de Santiago de Chile. Todos con la convicción de generar desde la creatividad instancias transversales de diálogo.
A este contexto, se sumó la invitación que recibí el año pasado para asistir al Festival de poesía Panza de Oro en Cochabamba. Esta era también una invitación para ver a lxs amigxs de por allá. Pensaba que debía llevarles algo y surgió la idea de reeditar Bulto.
Aparte de lo anecdótico, Bulto es un libro con el que todavía me identifico, en el que hay una escritura que aún no está resuelta para mí, respecto de la narrativa, del realismo, respecto del pensamiento alegórico, respecto de la forma de la alegoría y sus niveles de funcionamiento: el nivel de la historia, donde los hechos se suceden durante la mañana que vive el personaje, y el nivel analógico, en el que los hechos se desdoblan en semejanzas que tienen por función anticipar y espejear la historia, introducir una cierta articulación de signos precarios, de imágenes tenues para hacerlas vibrar, sin una identificación plena entre el nivel de los hechos y el nivel de las imágenes.
En el libro pasan muchas cosas que parecen inverosímiles para una mentalidad realista, sin embargo es un libro que parte del realismo, no se despega de un realismo más o menos tradicional, y lo inverosímil simplemente pasa; es decir, sucede en la historia y, a la vez, no es atendido por la historia. Estas condiciones de lo inverosímil pienso que, en contraste con la racionalidad de la narración (como forma narrativa de la vida por la que podemos decir: la novela/el día/la vida comienza con la salida del sol), hace vibrar el relato en algunos momentos. Es la referencia a escritorxs como María Luisa Bombal, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, Mauricio Wacquez, Heinrich von Kleist, Martín Adán, Mary Shelley, Roland Barthes, Clarice Lispector. Referencias que no solo construyen un horizonte estético que puede ser más o menos complejo, sino que se materializan en el montaje de citas e ideas que ayudaron a la escritura del relato y que, en términos de la narrativa, son las ideas que aún me interesan, me conmueven, me comprometen con la vida.
Otra de las razones para su reedición es la problemática abierta del género que el libro aborda y que se experimenta en un mundo atravesado por políticas de control, vigilancia e identificación. Políticas que según entiendo son, en el nivel de la gestión de la vida, lo que los órganos sexualizados del cuerpo son en el nivel de la experiencia: motivos de placer, felicidad, comunidad, represión y violencia.
En un nivel personal, no quiero dejar de pensar los sentidos de la vida y el dolor propios en un régimen político de sobreexposición, pues tiene para mí la cualidad de una tarea, un trabajo.

Tu libro Bulto parte de una forma increíble. ¿Cómo nació y le diste forma a este inicio? ¿Qué sientes que ha ocurrido en nosotros con las muertes de ambos dictadores?

El fragmento inicial del libro fue el primer texto que escribí, el año 2013. Entendí cuando lo escribí que allí había un relato que yo podía contar. Luego lo abandoné por dos años. El libro se publicó en 2016, pero lo escribí en un par de meses, en 2015, en un proceso que fue intenso y desgastante, a pesar de que el libro es muy breve.
Sobre las razones de este abandono pienso que quizás todavía faltaba vivir, leer más, escribir otras cosas o, simplemente, no tenía ganas de hacerlo, de someterme a la intensidad del libro, de la novela como forma fantasmática. Una tercera razón puede ser la flojera, la comodidad. Suena un poco farsante todo esto, pero tuvo que pasar algo en mi vida para escribir el libro, y yo entiendo esa experiencia como una verdad.
Roland Barthes parte el curso sobre lo neutro que realizó en el Colegio de Francia a fines de los setenta con una excusa similar: “Entre el momento en que decidí el objeto de este curso y aquel en que tuve que prepararlo, se produjo en mi vida, algunos lo saben, un acontecimiento grave, un duelo”. La muerte de su madre supuso una pausa, una reconsideración del curso y, luego, una reconsideración de su escritura. La novela aparece como el fantasma, el deseo, el horizonte utópico que explora en los cursos de los años siguientes. A ese proyecto de novela lo llamó Vita nova. Por supuesto la novela no es real, es un signo, una imagen que posibilita la producción vital.
Yo no padecí un duelo en términos estrictos, pero sí un desprendimiento, un cambio de vida. A partir de ese hecho el relato se desenvolvió, encontró sus cauces y, de manera quizás más importante, encontró la especificidad de lo que tenía que decir: en relación conmigo mismo, en relación con la historia, la justicia, la violencia y la política de dos países –a pesar de que no lo parezca– muy similares, como Argentina y Chile, que comparten solidaridades y mezquindades.
En lo que no se parecen (y esto es el horror, es parte del horror que estamos viviendo hoy), es en su actuar jurídico, político y social respecto de la violencia estatal y, en general, las violaciones a los derechos humanos. Videla murió en la cárcel, el dictador chileno murió rodeado por su familia. Más allá de estos datos no puedo arriesgar una interpretación de la historia del Cono Sur. Pero sí me gustaría resaltar una imagen, la portada del diario Página 12 que el día de la muerte de Videla publicó una gráfica dolorosa y beligerante, en blanco y negro, en la que la VIDA quedaba sobre la superficie de la tierra y, abajo, en la fosa recién cavada: EL.
Pero aparte de esta necesidad de mostrar tal inconcordancia en la historia de ambos países, también necesitaba introducir la idea de que el tiempo histórico no pasa. El pasado participa de nuestra vida política actual. O como diría Silvia Rivera Cusicanqui, la superficie sintagmática del presente está conformada por tiempos mixtos. Esta idea que tiene efectos inmediatos en ciertas concepciones lineales de lo histórico, tiene también consecuencias en nuestras vidas y debería tener consecuencias en el plano de la justicia: las heridas no se cierran, los muertos viven, las epistemes que se desean enterradas, las estéticas que se pretenden superadas reverberan en el presente. El pasado siempre nos acompaña, los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, el criminal es contemporáneo de su crimen.

¿Cuál es el vínculo o la relación entre las muertes de ambos dictadores y el personaje principal, un hombre sin pene?

La muerte de los dictadores es un espacio de contrariedad. Parece otorgar un nuevo impulso que permite la reanudación del movimiento del mundo y la historia truncados, pero esa muerte es contemporánea de la emasculación del protagonista.
Me interesaba esta contemporaneidad sobrecargada: un personaje sin pene que recibe la noticia de la muerte de su padre la misma mañana en la que termina de morirse en la cárcel el dictador argentino. Y me interesa por lo que te decía arriba, la historia abierta continúa, no se resuelve, encuentra nuevas formas de manifestación, otras heridas sociales que se materializan de manera física en los cuerpos que padecen la injusticia.
Me parecía importante en el relato trabajar el espacio de la representación, el espacio estético como un espacio de beligerancia, de contrariedad, en el que se suspende la resolución de los conflictos y, en términos amplios, la esquematización paradigmática de la realidad y sus cristalizaciones, para entender que toda visión del bien, toda idea del paraíso se levanta sobre regímenes que son opresivos tanto en términos materiales como en términos abstractos, que las condiciones de producción de enunciados no están dadas solamente por la capacidad humana de la fonación, sino que esas ocurrencias discursivas se inscriben en instituciones, que las instituciones necesitan dinero y que el mercado, las instituciones y el lenguaje crean divisiones (sexuales, políticas, sociales, de trabajo) que afectan directamente a las personas. Hablar, decir, escribir son actos de generación de sentido y, por tanto, actos sin ingenuidad porque cuando hablamos, cuando decimos, por ejemplo, que la nueva constitución se va a redactar en una hoja en blanco, la sociedad se mueve, la política institucional se reactiva, el gobierno consigue un respiro. A partir de ese día 15 de noviembre de 2019, no solo no se acabaron las protestas, sino que también se fue consolidando la represión de la mano de la retórica de la paz y el orden social.

Hay un conflicto en el personaje en donde es presionado por el entorno que lo enjuicia sobre lo que es ser masculino, internalizando en él la culpa. ¿Sientes que es este un conflicto propio de la mayoría de los hombres en nuestros días? ¿De qué forma deberíamos afrontarlo?

No es culpa. La experiencia del personaje en específico es la de la vergüenza. Y esta vergüenza puede ser plural. Uno se avergüenza de su pasado, de su origen; uno se avergüenza también de acciones y comportamientos, por haber arruinado la imagen propia, por haber dañado a alguien, por haber cometido un crimen. Es, en este sentido, un proceso reflexivo por el que la subjetividad se mira a sí misma.
Pero la vergüenza también es timidez, una cierta introspección antisocial, una especie de dificultad para enfrentar los afectos y la vía del desarrollo individual que se impone a veces como única vía. Puede ser la manifestación de experiencias traumáticas. Es como un peso que se carga en el cuerpo e impide el movimiento en los casos más agudos.
En otro sentido, uno se avergüenza de los demás, de sus acciones, de sus palabras, lo que conocemos como vergüenza ajena. En este mismo campo semántico, el otro puede llegar a ser, todo él, una vergüenza, un ser despreciable.
Además, se habla de “las vergüenzas”, como palabra pudorosa que se usa para referirse a los genitales.
Son estos sentidos múltiples los que me interesan. No creo en la retórica de la opresión unilateral, no creo en las explicaciones monocausales y mucho menos en frases como “la mayoría de los hombres” pues son generalizaciones que despolitizan, naturalizan la opresión y, así, ocultan la solidaridad que existe entre la tecnologización, la mercantilización de la vida y el lenguaje moral. Conceptualizaciones como esa conducen a pensar en la existencia de subjetividades estáticas, más o menos dóciles, más o menos moldeables o ejemplares, caminos a seguir, alguna luz al final del camino.
El personaje de Bulto carga un peso alegorizado en su vergüenza: es el peso de su origen, de su maldad, de sus crímenes, de su pasividad emocional y su desprecio por los otros. Aunque la de la culpa parece una lectura plausible, creo que le quita profundidad a una vida que si tiene algo de afirmativa es en su deseo de vivir, continuar viviendo, encontrar a quien amar y que ese amor sea recíproco, para asumir su vergüenza y poder sobrevivir en un régimen político de sobreexposición que promueve la imagen (aunque es más bien el ícono, las meras semejanzas formales) como modo privilegiado de participar en el mundo.
En este contexto, la de los hombres conflictuados es también una imagen. El personaje de Bulto, en cambio, no quiere ser visto o quiere pasar desapercibido y, a veces, una forma efectiva de pasar desapercibido es en medio de la opresión: como un oprimido, como un opresor.

¿Cómo te llega todo lo que ha ocurrido en nuestro país desde el 18 de octubre hasta la fecha?

El momento actual es complejo. Todavía no existe una manera consolidada de referirnos a estos últimos meses. En la prensa le llaman estallido, otrxs lo llaman movimiento social, protesta social, revuelta, lucha. Creo que esa indeterminación al momento de hablar de la realidad es por un lado productiva pues nos compromete con la reflexión colectiva y constante sobre nuestras vidas en este contexto particular. Las personas se reúnen en asambleas, entre vecinxs, en sus territorios, se organizan en grupos de apoyo mutuo, en brigadas de primeros auxilios. Existe una necesidad de autocuidado y cuidado de lxs otrxs, de lado de una necesidad de aprendizaje, en términos más concretos, de politización de la vida, de educación en el disenso frente a una política que pareciera no necesitar de la ciudadanía para funcionar, alejada de la vitalidad, del compromiso cotidiano.
Por otro lado, esta dificultad epistemológica da cuenta de que la retórica política –en el mejor de los casos– es ineficaz para representar nuestras vidas heterogéneas, que se manifiestan en acciones, signos e imágenes ininteligibles para la política, los medios de comunicación, ciertas teorías que nos permitían participar del mundo de manera más o menos cómoda. O más bien hablo de mí, que me permitían participar del mundo de manera más o menos cómoda.
En el espacio de la literatura, que es el espacio del que me hago parte mayormente pues mis amigxs, mis conocidxs son poetas, se vivió una especie de culpa por la que hablar de poesía, de lanzamientos de libros era un asunto que se percibía como superficialidad, trivialidad, apoliticidad. En el ámbito de Traza nos reunimos de manera más o menos frecuente para pensar estas cuestiones en una instancia grupal de estudio que no se ciñe exclusivamente a quienes participan del colectivo. Gracias a ese diálogo con personas muy valiosas comprendí que la literatura entendida como vida superflua es otra de las manifestaciones del régimen político actual. Esta atribución de superficialidad descansa en una división antigua, la división entre trabajo manual y trabajo intelectual que es del todo engañosa. Los libros son construcciones grupales, multidimensionales, frutos de experiencias de vida y de trabajo que comprometen el cuerpo entero y la sociedad. Otra cosa es que se tenga la sensación de que son instancias apolíticas, inermes, inefectivas. Eso es parte también de comprender este momento, sacudir esas ideas funcionales a las retóricas que separan realidad y representación. El lenguaje participa del mundo como ya hablamos más arriba, es solidario de la opresión, afecta los cuerpos, pero por lo mismo, por ese poder que tiene sobre nuestras vidas, es una posibilidad de sacudida, es una posibilidad de diálogo, de desjerarquización, puede alimentar la protesta, nos permite vivir juntxs.

No estoy seguro si lograste presentar tu libro formalmente, si no lo hiciste, ¿tienes fecha para esto? ¿Tienes pensadas nuevas presentaciones o lecturas?

El lanzamiento de Bulto estaba programado para el día 6 de noviembre pasado. Conversamos la situación en el colectivo y se tomó la decisión de suspender de manera indefinida el evento pues teníamos que dirigir nuestras energías a otro asuntos, tras una semana de toque de queda, con militares en las calles, la presencia constante de fuerzas especiales y una represión que se ha ido intensificando tras la evidencia de la escasa influencia política de los organismos de derechos humanos y el fracaso de las acusaciones constitucionales contra el presidente y el intendente de Santiago.
Como sabemos, la complacencia de la política de los consensos (que se crea a sí misma, se alimenta a sí misma, crea sus propias condiciones de existencia) ha conducido a un escenario discursivo en el que el universalismo de los derechos humanos se ha fracturado frente a la validación de la brutalidad policial. Conceptualizada la protesta como violencia pura, el discurso conservador del “orden social” (palabra pudorosa que se usa para referirse a la empresa privada) se ha impuesto como garantía de la represión que se ve en las calles, la flagrancia de la institución de Carabineros y del gobierno al que obedecen.
Pero por supuesto hay que participar de todas las instancias posibles, moverse en los intersticios del mercado y la política institucional, incorporar el duelo en los espacios en los que participamos. Seguramente surgirá pronto la oportunidad de una presentación del libro, pero aún, al menos yo, no lo tengo claro.
Publicado originalmente en Grado cero. Suplemento de literatura. Diciembre de 2019, p. 4

“El punto ciego es la zona de la retina de donde surge el nervio óptico” (Wikipedia) una bisagra entre ver y no ver, un origen que excede la visión y la hace posible. Confundiré groseramente visión con visualidad para hablar de Bulto, nouvelle editada en formato pequeño (16x11 cm, auténticamente de bolsillo) escrita a la altura de esa reducción: pulcra, despojada de histrionismo, transparente en el sentido de membrana que solo se ve cuando se pone delante de otras cosas; como el papel, no como el vidrio, de un transparente misterio que se sostiene estrictamente en el plano del lenguaje. En esto veo el primer valor del libro.
Al obstáculo eterno para la buena escritura, «esa imposibilidad de elevar a la altura de la imaginación aquellas cosas que existen bajo el escrutinio directo de los sentidos» como diría W. C. W., buena parte de nuestra literatura postnetflix decidió sortearlo vía visualidad. Un elogio habitual para un libro de cuentos o una novela es el hecho de ser filmables, lo cual, dadas las condiciones de producción audiovisual contemporáneas (una fuerte tendencia a la linealidad, un regreso a la invisibilización del montaje, un aristotelismo exacerbado por el 4K y su obsesión con el paneo horizontal) no hacen sino atentar con lo estrictamente literario, que acá no es una apología esencialista sino la defensa del nicho como resistencia a los embates del mercado. A sus condiciones, ¿qué nicho es el de un libro así? El del poema, o al menos el de un medio, el independiente, en el que el poema como material producido, consumido y editado, continúa siendo vital.
“Llegué a los 30 años sin pene. Videla murió ayer a los 88, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del Hospital Militar, a las 14:15 horas del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Desde el comienzo sabemos este oxímoron del protagonista: carga con una falta; sabemos que falta no es carencia sino diferencia, y sabemos (vamos sabiendo, diría mal pero precisamente) que eleva esa diferencia desde la cotidianidad a la dimensión del lenguaje para devolverla a la cotidianidad, lo que Vallejo hace con el pueblo, y Dickinson con la naturaleza. Este es el tono del libro, el de un entre, el de un médium.
Los polos entre los cuales se ubica son varios: la muerte de Videla sentado en el wáter en un penal, solo, viejo, varias veces condenado no solo jurídica sino socialmente, versus la muerte de Pinochet, en una cama, rodeado de inmundos civiles y milicos que lo amaron y que aún hoy lo guardan en sus inmundas memorias. También el agua versus el continente; el protagonista pasa toda la narración en la costanera del Río de la Plata, lugar desde donde puede radiografiar (no fotografiar) varios tipos de personas demasiado típicas de Buenos Aires, “Los viejos del club náutico que son o fueron millonarios, se enriquecieron en los noventa a punta de información privilegiada”, “hombres de negocios, especuladores, antiguos socialistas”, “desempleados, hombres y mujeres obligados a rondar las mismas calles hasta perder la paciencia, la dignidad o, lo que es lo mismo, sus últimos pesos. Sobre sus chaquetas, quizás, el sol no brille”, “migrantes haciendo fila para obtener la Residencia Precaria”.
Otro versus, el versus desde el que viene y hacia el cual se dirige durante la mañana que dura la narración es Antofagasta-Buenos Aires-Antofagasta. El padre del protagonista muere en su tierra natal y él debe regresar a su casa. De lo que se desprenden otros versus interesantes: su madre y su padre, la viva y el muerto, la presencia y la ausencia que se intercambian papeles en los olores de la almohada y en la parte de la cama que usaba aquel y que lo constituye, ahora que no está, más total que nunca.
Qué es ser hombre, a qué vuelve uno cuando vuelve, qué abandonó, qué perdió y con qué cuenta son preguntas que propone en voz baja, susurrando, un poeta que escribió una hermosa nouvelle.
Publicado originalmente en Letrass5


Los grandes maestros de la pintura China establecieron una serie de instrucciones y consejos para ejercer el oficio de la pintura según lo que hoy denominamos estéticas taoístas. En una colección de textos sobre este tipo de pintura se encuentra una historia que narra la experiencia de un pintor empeñado en pintar un jabalí que yacía dormido en la yerba de una pradera. Siguiendo los consejos de su maestro, el pintor contempló por largas horas al jabalí para captarlo completamente, vibrar en su frecuencia. Solo así lograría plasmar en la pintura eso inefable que encerraba todo el ser del animal. Un campesino que iba pasando, observó el cuadro del jabalí y comentó al pintor que le parecía que el animal en la pintura estaba muerto. El pintor dudó de las palabras del campesino, estaba seguro de que había pintado un jabalí que dormía plácido sobre la yerba. Sin embargo, al acercarse al lugar donde lo había encontrado, notó que el animal permanecía recostado en un estado de inminente descomposición. El pintor, sin ser consciente de ello, practicó la lección principal de la pintura taoísta; que el Chi de lo que se pinta se apodere de la muñeca que sostiene el pincel.
Insistencia del día por hablar de la continuidad, de la impermanencia, de lo que piensa el caminante silencioso en la contemplación de la noche. Somos ilusión continua, dinamismo continuo, el tiempo es circular, un nuevo día insiste cada día.
Este libro de Víctor Quezada acusa la existencia de un contraste entre el concreto y la naturaleza. Donde existe un cuestionamiento sugerente sobre la materialidad del mundo, como dice Lao-Tse: ¿Dónde comienza una rosa?
Cada día el poeta abraza la circularidad del tiempo para plasmar sus reflexiones en extractos que se asemejan a meditaciones en constante conversación con el principio de la no-acción. Al comienzo, textos para ser leídos en silencio, una mezcla de cemento y montaña, que apuesta a la esperanza de capturar algo de esa “oscuridad indescriptible” que nombra la voz, aceptando la soledad desde una cognición occidental pero en situación de silencio que apela a la posibilidad de poder decir lo oculto a partir del uso de distintos elementos, algunos denominados “experimentales”, sirviéndose de espacios vacíos o unidades de espacio, de posibilidades que requieren del lector para concretarse. Evidenciando la insuficiencia del lenguaje, cuestionando los paradigmas materialistas del acto de nombrar, lenguajear, escribir, a fin de cuentas, del acto creativo en sí mismo, que es propiedad de especies artesanas como la nuestra. La ruptura del espacio formal que ocupan los cuerpos textuales destaca una (de)construcción del texto, para construir (en su lugar tal vez) otros significados posibles. Todo aquello parece dar cuenta de la soledad que nos acoge. Estamos solos. “Sólo yo soy testigo de mi propia consciencia”. Encontramos un reconocimiento de la necesidad de invitar al silencio a que nos enseñe las cosas que creíamos comprender, porque conocimiento y comprensión no son sinónimos. Invitar al silencio es el primer paso para emprender el camino hacia la pérdida del nombre que pasa por el reconocimiento de las imposibilidades del lenguaje, rindiéndose ante este callar:
Dice la voz que al principio intenta hablar:

“(entre yo
. . . . . . . -el que escribe-
. . . . . . . . . . . . . . . . . . y la montaña
descansa el deseo de escribir
. . . . . . . . . . . . . . . . . . montaña
para que rompa la tierra
. . . . . . . . . . . se eleve
. . . . . . . . . . . bajo tus pies)” (18)

Luego sobre el reconocer las imposibilidades del lenguaje y la contraposición con la oscuridad indescriptible, la voz que acepta la necesidad de callar:

“un texto puede corresponder
como un gorrión
a los representantes prototípicos de la categoría
(los pássaros)
pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible” (20)

“al reverso de cada cosa huye el mirlo
pero no vemos el mirlo en las cosas” (21)

Sobre perder el nombre, que es la duda transparente de la materialidad: “Nadie: me llamo Nadie” (21)
Cuando los propios límites se vuelven borrosos. Entonces queda lo otro, lo nadie. Lo sin nombre. Lo que no se puede nombrar. Existimos como criaturas que lenguajean en vez de existir como criaturas que ven. La insatisfacción de la expresión lingüística es como una metáfora de esta vida, donde buscamos representar eso desconocido que llevamos pero sin conseguirlo nunca realmente. Porque tampoco entendemos lo que es y de entenderlo, guardaríamos silencio.
Esta poesía viene de una contemplación que penetra la consciencia y cuestiona la materialidad sin muchas palabras. Justamente, los cuarenta textos finales se aproximan íntimamente al haikú, más allá de los tecnicismos. Encierra momentos que son como una serie de pequeños cuadros de tinta capturando el movimiento de una hoja, la montaña, el mirlo, la oscuridad indescriptible. El estilo de estos textos viene de un lugar de honestidad, aceptando la situación occidental del espacio enunciador. Por eso rehúye de las pretensiones forzosas y acepta-asume-construye un nuevo espacio, que es propio y desde aquí pero que captura esos momentos de epifanía que produce la escucha.
Víctor Quezada es extranjero. El sentimiento de la extranjería lo acompaña a lo largo de su camino creativo. Su paso por las ciudades y las lenguas, la mezcla de la no pertenencia lo llevan, a mi parecer, a esta reflexión de la Insistencia del día, donde la extranjería es algo más profundo que la tierra y el idioma. Es la humanidad que habitamos. El samsara que impulsa nuestra voluntad de vida al encuentro del camino a casa que se forja entre la niebla nocturna. Y por eso el acto de escribir aparece abriendo el texto, porque es tal vez, el acto creativo, un hilo enraizado a la consciencia creadora de la naturaleza, lo que nos mantiene un poco más próximos a esa casa originaria a la que aún no sabemos regresar.

*
Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5


Insistencia del día de Víctor Quezada es un libro que transcurre en tres tiempos: Cielos de la ciudad extranjera, Deriva y Cuarenta días. Es posible nombrarlos de atrás para adelante y decir o leer que el viaje aquí descrito va y viene en el transcurso de cuarenta días a la deriva para así encontrar una boya que nos rescate y nos facilite la acción de flotar sobre las aguas de los cielos de una ciudad extranjera. Porque eso es este libro, una deriva entre objetos que signan un paisaje que a su vez permite que el que flota se afirme a algo para no caer por la borda antes de terminar el viaje. En definitiva, una búsqueda de los signos de la realidad que dan paso a la construcción de un piso o lugar, desde donde se materializa la mirada y la vida de un cuerpo opinante. Es justamente ese proceso, el que permite al personaje anclar en la eternidad del aquí y ahora.

Pienso entonces que el que escribe viaja desde los fragmentos que el ojo aprehende a la construcción de un pensamiento. Hornea un mundo a partir del asombro y lo amarra a detalles cotidianos y naturales: el sol que desaparece y vuelve al modo de un eterno retorno, la masa oscura y negra de la montaña cuya sombra y peso es inevitable, la gota de agua única que es en sí un mundo y contiene a todas las otras, etc. Con ese conocimiento camina el que escribe, con eso lucha y anota paso a paso una forma de ser y estar que fluye sin grandilocuencias y a pesar de los torbellinos e impedimentos que instala el abuso humano. Arma y desarma una y otra vez tanto el derrotero del poema como la visualidad y la ubicación de los versos, en su afán por dar con un modo de exponerse sobre la página para hurgar y encontrar un sentido.

El estado de extrañeza permanente del sujeto que habla en el poema es el corazón que bombea y signa el libro. El que habla se detiene para anotar porque intenta así dominar esa extrañeza que lo fragiliza en un mundo vertiginoso que no se detiene y, dice el hablante, si no lo escribe con urgencia, perderá el sentido y naufragará. Lo particular, contiene o es, también y siempre, el todo. Ahí, en ese “todo” donde la soledad se convierte en un pálpito de lo pasajero, encuentra el reino consciente y resistente entre las palabras. Palabras que son piedras o señas de un transcurso que se arma a punta de detalles que, como estrellas fugaces, brillan un instante para luego desaparecer en la inmensidad de un mundo que se resignifica en cada estación. Por ejemplo, un mirlo en medio de la bandada que oscura aparece, pasa y ya no está, sólo para que el espacio que resta entre sol y sol, se vuelva a llenar con esos mismos/otros pájaros negros. Cadena interminable que hinca su diente en la humildad de no ser más que un deseo fulgurante. Ese que se manifiesta en el instante presente. Ese aquí y ahora sin fin, ese eterno que nos envuelve para dar paso al mencionado aquí y ahora que lo sigue, construyendo así un estar eterno mientras anota una y otra vez.

Se podría decir que este poemario funciona como una intensa meditación sobre la vida y la muerte y que trabaja para construir un lugar, una referencia en la que sea posible habitar. Y, sin embargo, su escritura se articula como flujo continuo, como sucesión imprevisible de imágenes que no es posible fijar, salvo en la instantaneidad de cada una de esas estaciones que dibujan el camino del tránsito.

Hay, pienso, un manojo de micro-acciones que articulan el poemario y desestabiliza el eje central. Así es como dispersa la aparente dirección única que parece enunciar el poema. Decir también, que el libro es una experiencia que fija su relación con el lenguaje y la noción del tiempo además de una incisiva anotación contra la arrogancia humana. Este es un texto fragmentario que se articula en el montaje de las pequeñas grandes cosas o fenómenos. Una voz que se manifiesta con libertad creativa contra toda posible autoridad o jerarquización; contra todo abuso y explotación. Una elegía al poder de la palabra que nos permite resistir entre sol y sol.

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Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5

Víctor Quezada ha publicado Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), entre otros libros que flotan en algún lugar de la web. Ambos libros fueron publicados por separado, como unidad. En Marón americano, en cambio, vemos el listado anterior en un solo objeto. De cierto modo, resulta ser algo nuevo, o sea, el libro permite –porque ha de haber estado bien pensado– ser leído de otra manera, no solo porque “simplemente” se hayan reunido sus poemas en un nuevo libro, también se puede vislumbrar un nuevo hilo conductor, una nueva unidad. No estamos “releyendo sus libros anteriores”, o sí, pero es eso y más.
En este libro de poemas la voz nos va recordando que siempre existe un cuerpo de manera tácita; un cuerpo animal, un cuerpo humano, la consciencia y los sentidos de este. Estos conceptos merodean en Marón americano desde el primer hasta el último poema, ofreciendo siempre distintas formas y alternativas en las imágenes de cada verso.
El primer conjunto de poemas en este libro se titula “Un caballo solo arrastrando”, aquí hay invocaciones y ofrendas. Una imagen de lo primitivo y de la importancia espiritual que contiene el cuerpo en su naturaleza, en sus comienzos:
e invoco
al dios propicio y prometo
blancos muslos de blancos toros
roja sangre al cielo
blanca grasa entre la sangre
por evadir tu nombre
por querer el cuerpo allí
curtido y visible
más cuerpo que el reposo.

Luego, en la sección titulada “Muerte en Niza”, esa presencia tan diametral de cuerpos de animales, de sangre, de músculos y extremidades descritos a destajo, pueden ir desapareciendo. O, mejor, digamos que aquí el cuerpo es más humano que de animal carente de consciencia. Tiene la facultad de ir haciéndose menos visible e incluso introspectivo. Un humano con ojos cerrados en una cama:
La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y perfecto
El espacio inmóvil puedo
cerrados los ojos reducido a espalda.

De a poco va interrumpiendo una conciencia típica de una siempre usada corriente existencialista. La voz se pregunta: “¿Hasta dónde esta belleza interrumpe mi imagen?”. No se sabe con exactitud si hay otro impidiendo algo o es el mismo cuerpo que no se permite ver de modo nítido.
En “Yoko”, la validación del texto como “poesía” se comienza a complejizar por las infinitas discuciones que han girado en torno a lo que es o no, poesía. El modo, la forma, la manera en cómo se ocupa el espacio de la hoja, un poema titulado “Novela”, una historia, un personaje y un dibujo, un reflejo de la imaginación, la voz del poema:
Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla: si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre.
Y dicho sea de paso, en Marón americano, el orden de los factores sí altera el resultado, considerando como “factor” el estado que se propone en cada verso respecto al cuerpo, a la visualidad, la posición y nitidez de lo corpóreo.
Publicado originalmente en Letras en línea, 19 de octubre de 2018

El gesto transitorio en un sentido crítico, es decir, el gesto provisional que tienta y conjetura otros horizontes de lo real, prevenido de la suficiencia que define el mundo en tanto funcionamiento o trascendencia; ese gesto incompleto, un pesado atado de vigas suspendido en el cielo de la ciudad, un fardo de espigas que cruje desperdigado en la noche, alienta estos poemas; lo insostenible, intraducible, incesante detenido sin embargo cuarenta veces al alba. “Amanece, el poema se abre” y Gonzalo Millán inicia las series, las estaciones, los enlaces del idioma y resuena en la escritura de Víctor.
Los poemas, los libros se abandonan (“a lo sumo fingen comenzar o terminar”), la obra es vivir mientras gravitan, se constelan esos fragmentos, trazan un arco de insistencias y convicciones; creo que este libro posiciona en la obra del autor – que consta ya de seis ediciones – una vitalización de la escritura. En este sentido, habría que establecer que en la poesía de Quezada es constante la imbricación de la experiencia de las ficciones o lecturas como fundamento de la experiencia del sujeto y su despliegue formal o, en otras palabras, está en la base de su poética: el texto como espacialización declarativa de un nuevo dominio (Muerte en Niza) y la conjetura de ese dominio como serie de superposiciones, deseo y distancia irónica (Marón americano). Este impulso o comprensión se extiende a Insistencia del día, pero desborda las discontinuidades: la escritura es una vida que sobrepasa, traspone el texto, tal como sucede en 20, primer libro del autor.
En Insistencia del día, la vitalización señalada reside, por una parte, en la contemplación: alguien siente amanecer; por otra y como disposición decisiva, se despliega en abierta controversia con las dinámicas de la significación común, las formas de habitar y las formas convenidas de decir que se habita, en momentos en que la heterogénea intensificación y multiplicación de las imágenes y los testimonios es proporcional a su estancamiento o banalización en la inercia de las lógicas imperantes, como también proporcional a la apelativa urgencia por la acción colectiva.
Existe un cruce de discursos convocados al texto en tanto desjerarquización de la experiencia solitaria que, a la vez, componen una reivindicación de la soledad como situación enunciativa: la viga maestra que en medio de los cuartos se gasta y dobla mientras se despierta “a la densidad del sonido”. Esto ocurre, por ejemplo, cuando Víctor escribe la distancia entre la imagen trazada y el objeto contemplado, junto a la distancia entre el acto de escribir y nosotros, el lector:
A esta escena se superpone la descripción gramática de la Real Academia que, cortada en versos, fractura la confesión, enfatiza los recursos, conduce la alegoría a una nueva suspensión:
Mediante esta separación o encuadre podría entenderse el uso de las citas en el poemario: Alighieri, Pasolini, Ferreira Gullar, Lihn, Luis y Elvira Hernández, Ximena Rivera, Gonzalo Millán, entre otros escritores. Los versos o el señalamiento de estas propuestas o figuras/biografías constituyen el marco (la ventana) de la interrogación de Víctor al paisaje de la ciudad y a su propio entorno íntimo: la resistencia de un sueño dentro de otro. Cuatro tablas desbordadas que parapetan una relación simple pero no inocente con las cosas, la constatación sensible de su divergencia y necesidad en el lenguaje, la radiante profundidad que desdibuja la ventana: afuera es adentro y viceversa (como en el poema final de Muerte en Niza, hace diez años).
Entre esos cruces, la escena del alba alterna dos antecedentes sin grietas que anudan nuestra época: el sol, la razón que distingue, detalla y multiplica los matices, las sentencias y explicaciones en pos de un orden: el capital y el mercado, el armamentismo inmobiliario, el tráfago, las grúas como el reloj de la futura torre que fuerza un porvenir; y, luego, la noche, aquella condición de nuestra vida colectiva, indicada por Ennio Moltedo cuando advierte: “Si pones el oído sobre la tierra desnuda escucharás claramente el nombre de los asesinos”. La noche, imagen de la dictadura en Moltedo y otros, y la luminosa bulla de la postdictadura o, en palabras de Pasolini, “la sede del cinismo neocapitalista, y crueldad al volante” sintetizan el tiempo en que se escribe. Detenidos en ese umbral vemos, entre las cosas que caen y las que se desea -tranquilamente- que colapsen:
Y nos esforzamos por soltar, por retener la combinatoria contrastante de esa imagen irresoluta, recurrente, circular. Alguien lee, piensa en sí mismo.
Publicado originalmente en Ojo en tinta, 16 de octubre, 2018.

“Escribir por cuarenta días, como la primera cosa que se hace al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre)”.

Insistencia del día de Víctor Quezada es el resultado de esa observación. Resultado, pero también continuación de una tarea, un camino, emprendido por otros. El mismo autor, que a partir de ahora es él y esos otros, lo advierte: “un libro que a lo sumo finge comenzar y terminar”.

Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para constatar la presencia de las cosas. Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para encontrar, a la hora en que el mundo duerme, el silencio necesario para instalar, no fuera sino dentro, la pregunta por la relación entre las cosas y su nombre.

“Entre yo –el que escribe– y la montaña descansa el deseo de escribir montaña”, anota Víctor Quezada en su diario abierto.

Y me parece que retoma la pregunta de los poetas que, influenciados por el budismo zen, salieron a los caminos para observar la relación entre el árbol y su nombre, la montaña, y su nombre, los pájaros y su nombre.

Es una trampa. El lenguaje es una trampa, dirá mientras recorre los senderos de Oku el maestro de los poetas caminantes.

Y en un escritorio que da a una ventana –les recuerdo que durante cuarenta días un poeta despierta, observa y escribe– la pregunta insiste:

“Un texto puede corresponder /como un gorrión/ a los representantes prototípicos de la categoría (los pássaros) pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible”, nos dice el autor de este diario.

Cómo se llama. El poeta japonés quiere saber su nombre.

“Nadie: me llamo Nadie”, responde Víctor Quezada desde esta otra orilla del tiempo.

El tiempo. Si despiertas y observas durante cuarenta días lo que escribes es el tiempo.

“La escritura avanza mientras caemos”, dice. Y Matsuo Bashō, Si Kongtu, poeta de la dinastía Tang, lo escuchan y asienten.

Pero siguen sin resolver el problema del lenguaje. El lenguaje es un trampa (árbol, montaña, pájaros ¿logran las palabras despertar eso que duerme en el interior de lo nombran? ¿logran las palabras ser eso que representan?) El símbolo es una trampa. El lenguaje es un trampa y ahí está Víctor Quezada, ahí están los poetas orientales, ahí estamos nosotros, entrampados.

Si Kongtu, es quien toma la palabra, desde su retiro del mundo, en el monte Hua, a fines del siglo IX. Veinticuatro son las categorías de la poesía y en el preludio de la categoría XVII, donde trata el asunto de Lo curvado y lo sinuoso, dice: “piensas que eres solo uno, ascendiendo, con tu propio esfuerzo, sin nadie, sin nada más. Pero te mueves con el mundo todo. Por eso te cuesta subir. Llevas el peso abstracto del mundo”.

El peso abstracto del mundo –lenguaje, símbolo, discurso– eso es lo que habrá que limpiar. Un poeta camina. Otro se retira al monte Hua. Y otro, durante cuarenta días escribe intentando separar la esencia del artificio, el ruido del canto, de modo que lo pesado retorne a su naturaleza leve.

Ya no se trata de lo que el poema es capaz de hacer con el lenguaje, ni siquiera de lo que el poema le hace al lenguaje, sino de como el poema es capaz de recordarnos una existencia anterior a los nombres.

En la categoría XXII titulada La distancia y la deriva, Si Kongtu, nos recuerda que lo que no puede ser atrapado, puede ser sin embargo, oído. Y Víctor Quezada, más de diez siglos después, le responde que hay una hora en que “el canto de los pájaros transporta el rumor de las cosas”, una hora en que “las cosas permanecen en sí mismas, se preparan para contener el sol”.

Hay un momento del día –el despertar de la mañana– en que todo alcanza su nitidez, un momento en que es posible reemplazar el símbolo por la correspondencia. “La línea que rodea el cuenco (de Santiago) es también la línea irremontable del ojo”, dice el diario abierto.

El paisaje que se ve por la ventana se replica en el interior del propio cuerpo. Durante cuarenta días despiertas, observas, escuchas, escribes. No se trata de lo que el poema hace con el lenguaje, o al revés, porque ya no se trata del poema –lo sabe Bashō, lo saben los poetas que se internaban en las montañas en busca del Tao– sino del acto de escribir.

A medida que las palabras retroceden y el espacio en blanco gana lugar en la página (que es también el paisaje que se ve por la ventana, el cielo de estos cuarenta días) escuchamos que desde la montaña se asoma por última vez la voz Kongtu: “lo más preciado se esconde ínfimo en la maleza y nadie se ha fijado, solo tú. Recoge cuanto puedas, cuanto se entregue y se ofrezca”.

“Una nube –pequeña, dorada– posada apenas sobre la línea de la montaña , anuncia la salida del sol”, dice el diario abierto en su última página.

Cuarenta días. Despertar, observar, escribir, es lo que se necesita para limpiar, reparar, zurcir, por un instante, el pacto con el lenguaje.

Cuarenta días para que ya no la palabra nube, sino la nube misma –pequeña y dorada– se detenga un minuto frente a la ventana.

Cuarenta días para dar cuenta ya no del problema del lenguaje, ya no del poema, ya no del propio nombre, sino del movimiento, el dinamismo continuo e interminable.

La nube.

La nube y luego, otra vez, el día, su insistencia.
Publicado originalmente en Jámpster. 31 de agosto de 2017

Bulto, relato/nouvelle de Víctor Quezada, abre la narración con un enunciado corto punzante: “Llegué a los treinta años sin pene”. Pero fuera de lo que se pudiese imaginar, el libro no está construido a partir de fraseos cortos y efectistas. Opta por un trabajo minimalista confluyendo hacia riachuelos temáticos, que se juntan y separan.
La historia es sobre Víctor, antofagastino radicado en Argentina desde hace dos años, quien recibe una llamada desde Chile por parte de su madre. Durante la llamada es culpado directamente por la muerte de su progenitor, debido a las determinaciones que tomó durante los últimos años y por haber descubierto empíricamente que el mito de la buena comunicación entre padre e hijo era solo eso, un mito. La extirpación del padre, del referente masculino, y la imposibilidad de comunicación con ‘el otro lado’, hacen imposible otra forma de relacionarse con el mundo. Víctor camina, observa y devanea esperando que su fijación por otros hombres, con bulto, al igual que él, sea correspondida.
Son varias las líneas narrativas que dan vida al texto. Por un lado, está presente tanto la imposibilidad de amor filial (la familia que lo responsabiliza de la muerte del padre) como la de amor físico (ha decidido ocultar su cuerpo cercenado bajo un pañal): el cuerpo como la representación de una memoria que deja marcas. Bulto —ante todo— es la relación del cuerpo con las cosas; y una de las tantas formas de percibirlo, es a través de la política. Luego de enunciar su mutilación, el relato continua de la siguiente forma:
“Videla murió ayer a los ochenta y ocho, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del hospital militar, a las 14:15 hrs del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Se hermanan dos países golpeados/abatidos por la dictadura en donde cuerpos se desperdigaron, se alejaron de sus orillas, se arrojaron al mar o se mutilaron desde la memoria:
“vi yo la ausencia de esos hombres, dispersados ya hace mucho tiempo por la policía, desarticulados por el Estado o definitivamente muertos”.
Y por el otro, la relación de Víctor con las masculinidades, la que es siempre tomando una actitud de aprendiz, de vulnerabilidad ante los hombres, quienes son los que marcan la pauta en el relato. La madre es ejemplo de ello. La excusa de insertarla en la historia (siendo la única mujer) es su relación con el padre.
El discurso de lo masculino está por sobre el cuerpo. La imposición de lo masculino es violenta, a ras de piel, y se escapa livianamente durante la sección en dónde piensa en Martín Adán, escritor peruano, y los motivos que les llevaron a escribir pene en sus últimos poemas. Con especial atención a la belleza en el hecho de que haya podido amar tanto a hombres como mujeres.
Podría afirmarse que la línea narrativa en dónde confluye todo (porque guarda consigo una alegoría respecto a la estructura del libro), tiene que ver con los movimientos del agua, los movimientos líquidos. Fluidez y corte. Una materia viva, orgánica. Relatos que se ven suspendidos por el avance de las corrientes. En una orilla, el agua representaría la fuerza de arrastre, el tiempo. La orilla del lugar en donde terminan los hibakushas, los cuerpos desaparecidos y aquellos que viven en el destierro o el olvido. “El cuerpo es una roca en medio de la corriente”. Parece que hay dos destinos posibles, por un lado “el río insiste en devolverle a la tierra fragmentos de vidas naufragadas, objetos que vienen a golpear la orilla…”. Y en la del frente, el líquido vital que avanza bajo un bote que espera pasajeros y que parece por la superficie estar quieta. Esto quiere decir, ser arrastrado o que este flujo pase por debajo de ellos, sin perturbar a quienes son esperados, aquellos responsables de que el cauce siga su curso.
Bulto trabaja con experticia la contención. Ríos que abren múltiples puntos de fuga y que no necesariamente son un camino, sino la revelación de una forma. La misma que hace de un relato de 54 páginas una experiencia violenta pero conmovedora.
Publicado originalmente en La Estrella de Valparaíso, 21 de diciembre de 2016

Hace años después de un terrible accidente automovilístico, entré al box de urgencias y vi a mi padre en una camilla evitando llorar por el shock, le dije –te pareces al hombre elefante de David Lynch-, casi no podía distinguirlo por la fisonomía desfigurada y el quebranto, él rio. De algún modo, esa vez sentí la culpa intensa y vergonzosa: la miseria del hijo.
Rememoro esa sensación con “¿Cómo debe mi familia verme al llegar? ¿Qué cuerpo de qué hombre la mamá va a tener que estrechar en sus brazos” que aparece pronto en bulto, en el contexto de la muerte del papá del protagonista. En general todo el relato llega agudo muy temprano, los quiebres/clímax surgen de tanto en tanto desde la primera página, desde el primer párrafo, desde la primera oración, y así, átomo a átomo en el libro del antofagastino, Víctor Quezada.
No puedo hablar acerca de después de leer, sino que a medida de ir leyendo, sí, leyendo, el descalabrante diario abierto del mismo autor, disponible y liberado en la web, cuya extensión avanza transcurridos los días, que opté por bulto, a pesar de que dudé del formato del libro por tener rasgado el canto, pero la chance ya me pareció echada al leer el epígrafe en el que el escritor cita un extracto de la novela Frankenstein, ya bastante sugestionada estaba entonces con uno de los poemas epistolares del uruguayo Gustavo Escanlar, “de sabernos los monstruos de la peli / de sabernos los frankestein / aquellos cuyas debilidades harán huir a los demás”, como para desistir a la transacción.
El narrador y protagonista de la obra de Víctor, es Víctor, que a los treinta años no tiene “paquete” y está simbólicamente perdido en un Buenos Aires ventoso. La muerte de su padre es lo que lo hará armar una maleta para visitar la segunda región de Chile, que a esas alturas, no es más que un lejano punto de origine al que ya no pertenece. Entre medio Víctor parece un psicópata de hombres castrados, resultándole cómoda la empatía y la posibilidad de compartir técnicas de camuflaje ante la falta de un pene.
“Quiero leer tus más sucios garabatos secretos, / tu esperanza, / en su más obscena magnificencia” escribió Allen Ginsberg después de su visita a Perú en 1968 para Martín Adán, el mismo que como Víctor relata en bulto “… en sus últimos poemas, escribe la palabra pene” …supongo que Ginsberg se habría conmovido del mismo modo con la manera cruda de develarse del Víctor de Víctor Quezada, esa suerte de hombre-monstruo con el que nos sentimos acogidos a través de nuestros propios engendros intrínsecos al humano que somos.
Publicado originalmente en Letrass5
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14

En una entrevista que concedió a la BBC, a media­dos de los ochenta, Francis Bacon le atribuye a la casualidad un rol decisivo tanto en el proceso de su vida como en el de su obra y reconoce varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía: representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). El énfasis puesto en los valores del hallazgo, el fraca­so y la insistencia, como principios constructivos del relato autobiográfico, nos lleva a pensar que la narra­ción o el registro de una historia personal solo pue­den transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos, sensación de posibilidad–, cuando la con­versación o la escritura que la tienen en cuenta pro­fundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de “indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de “destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se termi­nan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas paradigmáticas que lo único que pueden trans­mitir, más acá de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
En esas ficciones moralizadoras de la vida como destino en cumplimiento, es la superstición de un origen simple (una presencia originaria de la que se derivaría todo un desarrollo, orientado hacia un fin) lo que despeña la función de principio constructivo. De allí la necesidad de manifestarse contra el origen, según propone Víctor Quezada desde el título de su libro. Esta consigna, de inspiración ética y alcances micropolíticos, expresa el deseo de que las formas artísticas se conviertan, por la lectura, la escucha o la contemplación, no tanto en una ventana abierta a la vida, como en un proceso viviente. Un proceso esencialmente rítmico, en el que se alternan impul­sos heterogéneos, pautado por interrupciones y reco­mienzos circunstanciales. Ya en las primeras páginas, Quezada propone una imagen fascinante de lo vi­viente como proceso indeterminado, remitiéndonos a la lógica narrativa del Museo de la novela de la Eter­na, el experimento de Macedonio Fernández: una serie ininterrumpida de prólogos que de pronto se interrumpe. Esta sería la auténtica forma del libro de la vida, una en la que cada comienzo repite y anticipa la falta de origen, en el sentido de la experimentación con posibilidades inciertas.
Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representa­ble. Quezada descubre una efectuación de esta micropolítica disuasoria en la defensa del aburrimiento que alguna vez propuso Raúl Ruiz. Si el entreteni­miento depende de la disposición a dejarse condu­cir por el desarrollo de una trama significativa, que va actualizando las intrigas de un conflicto central, aburrirse podría ser una condición para palpar, en el goce de lo insignificante, la intensidad de otros mo­dos de vida, los que tienen que ver con la dispersión y el desprendimiento de la lógica de las alternativas paradigmáticas. Quizá nadie reflexionó con tanta in­sistencia y lucidez sobre las posibilidades de vida que se abren a partir de la neutralización de los conflictos como Roland Barthes. En un ensayo que sorprende por la madurez de su perspectiva, Quezada recorre la obra del crítico francés, siguiendo los puntos en los que convergen el impulso autobiográfico con el re­pliegue conceptual, para mostrar cómo el sinsentido de la muerte (la figura más radical de la ausencia de origen) es capaz de darle sentido y fuerza a la vida de quienes se asumen como sobrevivientes.
Como en La cámara lúcida o el Diario de duelo bar­thesianos, en algunos libros de la reciente poesía chi­lena que toman la forma de diarios o cuadernos de apuntes, la escritura de lo íntimo busca configurar la experiencia subjetiva en momentos de crisis a través de la figura del éxtasis, el salto impersonal fuera de sí mismo. Así estos versos de Alejandra del Río, to­mados de Llaves del pensamiento cautivo:

En noches proverbiales
Noches en que el alma se arroja al centro de sí misma
Una mano no tiembla al escribir.

Esa mano, advierte Quezada, “no pertenece a nin­gún cuerpo o tiempo identificables, pareciera actuar por sí misma”, pero su impersonalidad concierne a lo intransferible de una subjetividad asediada por los emblemas de la época: es suya, aunque no le perte­nezca, como los recuerdos o los sueños, como cual­quier gesto enunciativo. Es cuestión de devenir-otro, como dice el lugar común deleuzeano, de descubrir­se extraño en el corazón de lo familiar. El alma que se precipita al centro de sí misma –es uno de los riesgos de escribir bajo la fascinación de lo desconocido– ex­perimenta, en su íntima exterioridad, el descentra­miento de una existencia desprendida de cualquier certidumbre acerca de su origen: las inquietudes y las venturas del tránsito por el borde externo de los márgenes de la Cultura.
También en los dominios de la ética, y no solo en los de la moral, cuando se trata de programas artís­ticos, los únicos compromisos válidos son los de la forma. Por eso Quezada vincula el deseo de estar en movimiento, que es el deseo de una existencia des­prendida de la sujeción a cualquier instancia que se arrogue el lugar de origen, la función de causa, con una práctica retórica específica: la notación del presen­te. El registro sutil de lo que despunta sin darse del todo, bajo la apariencia trivial y misteriosa de un pre­sente sin presencia, suspende el desarrollo e impone, sin imponer nada, otra perspectiva temporal, la de lo inminente. El tiempo paradójico de lo que adviene sin posibilidades de realización es el de los gestos in­timistas de la reciente poesía chilena, pero también el de la aparición de algunas imágenes cinematográ­ficas, las llamadas imágenes operativas, que interrum­pen y desarticulan el flujo ilusorio de lo representado y dejan ver, como invisible, la discontinuidad inhe­rente a cualquier proceso. Es también el tiempo que corteja la escritura del ensayo, el de las tentativas de Quezada por configurar sus experiencias como lector y espectador contemporáneo, cuando apuesta por el fragmento y la notación circunstancial para desbara­tar “la arrogancia de la articulación del texto crítico”.

Alberto Giordano
Rosario, junio de 2016.
Publicado originalmente en paula-arrieta.org

Un relato fundacional es casi siempre la respuesta a una necesidad de origen. Eso que está antes de la realidad material del cuerpo, eso sin imágenes, muestra una urgencia de materialización. La representación, el origen del mito, se abre paso como una certeza amable, valiente, incontaminable.
Desde las historias que contamos para explicar el amor o una amistad hasta aquellas que nos hacen ser parte inconsulta de una nación, el relato fundacional pone como condición implícita la existencia de una coincidencia inexplicable: un elemento mágico-épico es la única forma que garantiza toda la estructura simbólica, la posibilidad de que esto se convierta en historia, y que esa historia nos convierta en nosotros.
Es posible, eventualmente, que ese relato se convierta en un engaño forzoso. Que se trate de un discurso ficticio cuidadosamente armado en el cual héroes, colores y frases detenidas esconden cada una de nuestras derrotas y justifican la brutalidad y la arrogancia de un grupo de poder, de un monarca solitario o del país completo. Pero también puede suceder que el origen del mito resulte particularmente iluminador en el tiempo, que levante la voluntad y que en vez de formar filas reactivas le devuelva la dignidad a la derrota. Que al final siempre se trata de derrotas, derrotar al tiempo, al olvido, a las imágenes desvaneciéndose.
Hay historias e historias. Y si bien todas tienen cosas en común, no es lo mismo la imagen del héroe saltando por su bandera del barco a la muerte en la batalla perdida que la del presidente resistiéndose a poner la vida a disposición del opresor. No es igual, pero ambas construyen un mito, el nuestro.
Yoko no es un relato fundacional sino la reconstrucción consciente del mecanismo con el cual se arma la ficción de dicho relato. No se trata de la historia de un origen sino de una colección de historias del origen que, contra toda la lógica de superación de la historia, advierte sobre la intencionalidad de las imágenes, la conveniencia del mito y la vigencia de la trampa. Una sucesión de formas dibujadas para acabar con la amenaza del vacío: del vacío del recuerdo, el vacío del desierto, el vacío del sentido. Héroes criminales, oprimidos, el viaje de huida, la edición y el montaje improbable de una serie de referentes narrativos recortados de aquí y de allá arrebatan toda pureza al acto de constitución.
Algo así como la aceptación del engaño de la historia cuando se pretendía única, incorruptible.
“Lo cierto es que un rayo definido penetra la ventana y aquel rayo no es el comienzo,
el primer esfuerzo por verme, sobrepasado de luz, en otro cuerpo. La historia hubiese
querido ser así, suceder en lo otro. De haber nacido yo diferentes tiempos, estas líneas
serían fácilmente la declaración de los derechos del hombre, el discurso inaugural del
Louvre, tal vez el primer manifiesto surrealista.
Sin embargo hay otra falsedad, otro malentendido: esta historia no debería tratar de
mí.”
El relato, representación e imagen esquiva, tiene ganas de ser la verdad, y es esta la mayor de sus trampas. Eso que nos hace creer que el lenguaje detiene el tiempo y se convierte en prueba inequívoca de un momento y de un lugar, como si no hubiera de por medio la manifestación de un deseo profundo por no perder la escala, la referencia, la proximidad con el cuerpo. Yoko es, en este sentido, la representación del gesto incansable del hombre por pertenecer, la enunciación desesperanzada de sí mismo. Y toda representación es, al fin, una resistencia a la muerte.

Paula Arrieta
Publicado originalmente en Letrass5

Dudé cuando Víctor me pidió que presentara Yoko (Libros del Perro Negro, 2013). Dudé porque me dijo que era un libro de poemas y yo de poesía entiendo bien poco. Llegué a una solución que me permitió darme el gusto de presentar este texto, y que además me permitió salvar el propio e irrelevante temor a la poesía. Yoko no es, para mí, un libro de poemas. Es una colección de escenas poéticas o de pequeños fragmentos, instantáneas dispersas que son poéticas casi por accidente. Lo que me parece, modestamente, que no es lo mismo que un libro de poemas.
Y esa calidad que tienen estos textos como de origami, precisos y precarios, fue lo que para mí hizo de Yoko un objeto cautivador.
Yoko evoca lugares ajenos, lugares más allá del presente, presencias que solo existen como la sombra o el recorte de alguien que no está… o mejor, Yoko evoca aspectos en los que la presencia de alguien se revela solo en mezquinos pedazos, como las facetas de un diamante, que sugieren una totalidad distante. Porque una persona es imposible de poseer, de la misma manera en que el amor es imposible de traspasar a la superficialidad de una hoja de papel o un monitor.
Hay en Yoko palabras que se repiten: reverente, presencia, rayo. Hay palabras que se repiten porque quizá a estas alturas contar una historia o escribir un poema no sea más que el acto de repetir palabras que alguien más ya escribió o dijo antes, mejor o peor aparejadas con otras palabras que también son de segunda mano. O tal vez esa sea la enfermedad de alguien que tal vez ha leído demasiado como para conservar su buena salud.
Si las palabras son un medio más bien gastado de tanto cambiar de manos, lo que hay que buscar es lo que busca Víctor: una voz, un juego, una exploración en las posibilidades de combinar una y otra vez estos pobres ingredientes, como hace con acierto en un fragmento, o un poema, llamado “Sobre todo después el mar se cierra”, mientras habla del corazón sin nombrarlo:
“Recuerdo el nocturno asiento, cuando remedó sístoles y diástoles del pecho mío directo escuchando. Yo sostuve su cabeza mientras la boca roja remedaba sístoles cerrándose, diástoles abriéndose, en una analogía para mi precisa en su voz.
Yo dije algo parecido a: nunca, creo que nunca he abrazado a una muchacha de esta forma. Antes no sostuve la cabeza de una mujer en mi pecho y su pureza me pareció el mundo”.

Yoko es también, me parece, una colección de intentos por capturar lo inasible, de cazar la esencia esquiva que se esconde tras las cosas trascendentes y anodinas. Intento aun más valioso por cuánto deja de inconcluso, por aquello que traza apenas con un par de líneas o abandona cuando recién comienza a esbozar. Vale tanto por lo que dice, o por lo que ahí está dicho, como por sus espacios en blanco, por sus oraciones flotantes. También, por la ambigüedad con que Víctor, o el hablante, por usar una palabra de las clases de castellano, se relaciona con aquello de lo que escribe, y sobre todo con Yoko, que puede ser tan solo una planta en un macetero de plástico… pero que también puede ser algo más.
Curioso: Yoko está atravesado por Moby Dick, o más bien por un pasaje cerca del final de la novela de Melville que ha fascinado a Víctor –y a algunos otros-: el que describe cómo la madera inútil de un ataúd se convierte al final de todo en una tabla de salvación, en un salvavidas accidental. También en Yoko hay consejos de lectura –o más bien, advertencias acerca de libros que es mejor mantener cerrados, libros que es mejor no leer o quizá olvidar una vez leídos-. Yoko, por supuesto, escapa de esta lista.

Patricio Urzúa
Publicado originalmente en Letras.s5

No es que cueste entrar en estos poemarios, sopesarlos, es que veo con recelo mucho de ellos, el resabio acomodaticio en la fórmula aprobada, el sobajeo en el gusto por una poesía, a todas luces, ornamental, que poco parece decirnos hoy, en general, cuando no es tratada con ese fuego de lo vivo o de lo vuelto a resucitar aún con mayor fuerza.
Su máxima expresión la alcanza cuando no se distingue del modelo que imita. De ahí que le carguen –con justa razón- el mote de académica. Una visión de la experiencia poética que es como si un montañista hiciera cumbre –según él- en el campamento base. Yo también llegué años atrás a ese lugar, pero no lo hice mi hogar ni mi cumbre.
En un inicio todo nuestro empuje va en dirección a dominar la retórica(s), los estilos que nos gustan, alcanzar para sí un manejo eficiente y hábil de la lengua, sutilezas técnicas, enamorados hasta las patas de la lengua y su posibilidad musical y expresiva de la misma, que nos parece abierta. En un segundo apronte, viene el proceso de encontrar nuestro lugar, desenamorarnos de la lengua al comenzar a verla tal cual es, es decir, no tan abierta y fácil, empezando a entenderla y aspirarla como un medio y no un fin, tallarla de nuestras contradicciones humanas. Y después el regreso, a nuestra propia posición, aún más honda e insegura. Escribir también es perder algo. Y para siempre. Mirar para atrás es convertirse en estatuas de sal. O como respondió Charles a su madre:
-Y tú hijo ¿quieres ser como ellos?
-No, mamá. Uno entre ellos...

(o “ellas” para que no se asusten las urracas creyendo que no las consideramos). Por consiguiente, manejar una retórica para ser partícipe de la experiencia poética me parece crucial. Pero no más que la mitad del principio. Quizás lo que molesta es la destreza técnica alcanzada, ese “achancharse” o “parapetarse” en el lugar conocido y seguro. Sin haber iniciado el ascenso (ojo: la cumbre es la mitad del camino, siguiendo la analogía del montañista). Menos el descenso. Por mi parte, me demoré años en rehabilitarme del amor enfermo y absoluto por la lengua. Y que me llevó a anteponerla a la vida. Ahora vivo en un estado de absoluta tensión entre ambas. Y si tengo como Cervantes que elegir ser soldado o escritor, elijo ser soldado otra vez… Y escribo.
No recuerdo quien escribió: a mí los clásicos no me enseñan a escribir, sino que me recuerdan mi propia posición. Y yo lo suscribo en pleno.
Víctor Quezada (Antofagasta, 1983) no sólo es un compañero de ruta, otro libro que reseño con kimono (me rinde más que con batín el domingo en la mañana). Es un poeta que ha tenido para conmigo una generosidad sin pausa, que ha abierto en Passy un espacio serio a la crítica literaria, al otro. Y del conozco bastante bien su porfía y persistencia, la paciencia y artesanía con que ha ido labrando este segundo libro Muerte en Niza.
Que sigue muy en la línea del otro -Veinte, su debut-, pero ahora con más chachachá. Donde, por supuesto, ahonda y perfecciona en la búsqueda y cuidado de lo que asentó el primero. Sin duda, ahora tiene el dominio retórico de un Garcilaso, sin perder su propia autonomía de vuelo ni características propias. Es decir, se enmarca dentro de la tradición del poeta de Toledo para mantenerla viva en su domino técnico y apreciación estética.

A la manera del maestro
Algunos han seguido la tradición inglesa con igual ímpetu, otros lárica o China, entre muchas. Por cierto, clásica (siglo de oro especialmente y en menor grado la literatura grecolatina) que es la que Víctor recoge con mayor empeño y conocimiento entre muchas otras corrientes de flujo y reflujo. Dentro de la Clásica, Víctor Quezada abre flanco, Garcileando (no únicamente, favor) al pie de la letra sus propias lecturas y experiencias, en pleno comienzo del siglo XXI. Y lo hace bien. Más allá de nuestro reparo inicial.
Todos seguimos la tradición(es) –para bien o mal, a favor o en contra, guardianes o saqueadores-. Y el que no, siempre, es tonto. A ese mejor ni darle bola. Pero llegamos a un punto de inflexión. O al menos de distanciamiento con nuestros poetas de cabecera. A una mezcla (mala, buena, interesante, seca, etc.), A veces a una voz propia.
En Higiene (Ediciones del Temple, 2007) hablé en un poema de un pajarito que vive del rinoceronte, atento pero lleno de atención. Ambos son cruciales para el otro, tienen una relación reciproca y que les asegura la sobrevivencia a cada uno. Creo que ese podría ser el meollo del asunto en relación al estilo de Quezada en su relación con el poeta toledano.
El estilo –declara Jacob Paludan- no es el contenido. Pero es la lente que concentra el contenido en un punto candente.
Quizás eso sea lo que a estas alturas o bajones me desconcentra y aleja en principio de libros en esta línea. Pero aquí ya tengo puesto el overol y acabaré cuando acabe como Miguel Ángel.

La paleta
No construye su poemario con un lenguaje prefabricado a pesar de las citas explícitas y no explícitas, apoyándose en el modo, en la fórmula del poeta toledano, manteniendo la estructura y el estilo. No la materialidad del mismo. Y como él sonidos, colores, invitando con sutileza y ternura a la reflexión acompañada del sentir. Lo que –a primeras- causa la impresión de un poemario amoroso cuando en realidad es tan sólo la mayor de las veces en este breve líbelo un tratamiento amoroso del objeto observado o la anécdota literaria o vital. Además de darle un barniz de naturalidad, nitidez y cercanía a pesar de lo profundo que puja su reflexión.
Sin duda, una paleta conocida pero que Víctor con mano perita desata del anquilosamiento aunque no dejándonos hecho un ovillo, pero tampoco, claro, echándolo a perder.
Se nota el trato respetuoso de la lengua, su cuidado, el placer de la sutileza retórica –en tiempos de torpes aproximaciones, gruesos brochazos-. El esfuerzo sobrehumano que representa mantener una tradición que procura la estilización de la lengua vulgar, intenta cazar la precisión y fineza de lo fugitivo e huidizo, de lo ausente –como remarca Rojas Pacha-.
Su objetivo –y de quién no- es deleitar el oído, ser la suave música que arrastra los sentimientos no por la admiración de los demás sino por la belleza del objeto mismo a lo que recita y volverlo arquetípico. Nada de pomposo (aunque el estilo hoy lo parezca en un primer acercamiento) ni forzado o culterano. Eligiendo siempre el eco personal, íntimo, confesional. Haciendo suyo el transcurso del tiempo –esa cosa que sabemos que es hasta que nos preguntas como diría San Agustín-, la sensación de melancolía con que todo parece estar siempre muriendo un poco, emboscado de ausencias más que vacíos, en un tenso pero equilibrado verso cadena entre razón y pasión, alejado como su poeta de cabecera del referente religioso, cosa poco común a la poesía chilena en general, aunque sea escrita por ateos o agnósticos.
Un libro breve, bien editado, lleno de joyas atemporales pero cuya belleza es la de la muerte… Si cierro los ojos, esta tarde, un alado carro de fuego.

Por Ernesto González
Publicado originalmente en Letras.s5


“El lenguaje no es presencia, sino la ausencia”
M. Blanchot

"The time is out of joint"
William Shakespeare

El poemario Muerte en Niza (Ediciones Marea Baja 2010) de Víctor Quezada configura a través de las tres partes que componen su estructura, Un caballo solo arrastrando, Muerte en Niza y Afuera, una atmósfera y espacio, podríamos pensar en términos materiales y simplistas en una habitación propia, un refugio desde el cual un solitario parece contemplar el mundo que lo rodea de modo inmediato. Su cama, almohada, su propio cuerpo, flores y desde luego… en esa imagen también se encuentra lo exterior al sitio, un paisaje en el horizonte que muchas veces escapa a la mirada y el cual sólo podemos de modo diferido nominar o convocar.
El diálogo poético con “Muerte en Niza” coloca en juego y al servicio del lenguaje una serie de presencias y ausencias acosando sucesivamente al hablante y también al lector.
En apariencia y reduccionistas podríamos afirmar que esta tarea de enfrentar opuestos se realiza de modo alternativo y neutro, en una dicotomía clara, pulcra y excluyente la una de la otra y en la que bien podríamos definir ontológicamente lo presente, asociándolo a vida, origen pleno, sentido originario, lo conocido- cognoscible, lo dicho, el mismo, el sujeto versus ausencia, muerte, origen perdido, sinsentido, lo incognoscible, lo no-dicho, lo otro al mismo, lo no-sujeto.
Sin embargo, allí principia el conflicto de esta realidad y atmósfera poética que Quezada nos dibuja y que es más que un simple espacio material o una habitación como tendí a llamarla. El texto al poetizar “la presencia de la ausencia” te ubica de manera transversal ante la crisis y precariedad del lenguaje, del libro como objeto y asimismo cuestiona la construcción de la psique y la percepción de todo y todos.
Por ello en nuestra tarea como lectores igualmente podríamos pensar en términos más etéreos esta unidad y sentido de Muerte en Niza que planteo y equiparar ese lugar a la mente de un individuo, una personalidad emulando una casa, algo así como la cabeza en Being John Malkovich desde la cual el sujeto observa ausente pasar la vida, al tiempo que debe hacerse cargo de una serie de presencias que le son ajenas tanto fuera como dentro del cuerpo.
Y claro… en esa medida por qué no edificar y ver aquel lugar que las palabras del autor generan, como el libro que tenemos en nuestras manos y en el cual nosotros, en la interacción, nos hacemos presentes y tenemos cabida y protagonismo en una especie de juego metaléptico al que somos invitados ingenuamente para culminar transportados y traspapelados con el hablante y lo que éste vive.
El libro es también un lugar, un espacio y en gran medida una realidad capaz de comunicar, contener vidas, sentimientos y experiencias de todo tipo las cuales son convocadas y se nominan desde fuera o desde los propios mecanismos internos, pues como dice Blanchot: “El libro es el a–priori del saber. No se sabría nada si no existiese siempre de antemano la memoria impersonal del libro y, esencialmente, la actitud previa al escribir y leer que detenta todo libro y que sólo se afirma en él.
Lo importante en síntesis, reside en la capacidad de Víctor Quezada para dar forma y contenido a un mundo a través de su poética. Efímero o tangible, valga de nuevo hacer la aclaración, lo reconocible es la geografía que emerge y en la cual podemos situar una voz, al punto incluso de confundirnos y amalgamarnos con ella en la medida que el hablante nos hace partícipes de su crisis y cambios ambiguos de percepción. Esta metamorfosis se moviliza híbrida desde una mirada de lo profundo hacia lo foráneo y viceversa y va siendo impulsada a la par por esa mutable y antojadiza presencia/ausencia que palpamos desde un primer verso del texto.
Me explico… “En un caballo solo arrastrando” el mentado hablante se enfrenta a una presencia en su ocaso, una flor que podemos comprender y calificar bajo los siguientes planteamientos de Rilke: “es efímera pero tenaz, conserva su aroma hacia sus propias postrimerías, muere exhalando un olor que compensa en cierta medida la desesperanza que suscita su desaparición”.
Quezada dice por su parte en el primer poema del libro:
Reverente tú en mi presencia
no llevó los pétalos quien deshizo
flor que señalas la ventana.

La flor, efímera y fugaz denuncia una precariedad que la voz debe asumir… una finitud que se hace latente e imposible de ignorar. La belleza que promueve esta presencia en extinción dejará aromas, recuerdos, sensaciones y sentimientos que madurarán al interior de este ser enfrentado a un entorno que amenaza con extinguirse. Síntoma que coloca en tela de juicio su propia realidad y permanencia, el poema cierra diciendo.
Tal montas las hojas tuyas
quisiera montar y embestir
o siquiera tener tu cabeza
flor que te tengo atrapada tan solo
flor que atrapada quisieras huir.

A partir de ese momento todo, para esta voz, constituye una carrera hacia el agotamiento. Una pérdida del centro de gravedad de las cosas que comienzan a flotar y evanecerse…
Tras ti el cielo avanza
se reúne en marcos blanco
altitudes blancas celestes fugas
cuartos
que pájaros cruzan sin romper
bordes que no han

De este modo y a lo largo de todo el cuerpo del poemario, el texto nos zambulle en las fronteras delicadas de lo que se entiende como parte de uno mismo y lo otro y gradualmente va subiendo los decibeles de la pugna en esta aparente oposición de contrarios (presencia/ausencia)
La percepción del hablante y de uno como lector haciéndose parte o cómplice de dicha sensibilidad, tal como señala Derrida, se autoimpone una interrogante ante aquel par que se ha pretendido absoluto pero que podemos cuestionar en la medida que el filosofo señala: “La presencia es la ausencia diferida o diferente y viceversa y por ende la vida es la muerte diferida o diferente, y al revés pues la muerte ya aconteció al aparecer la vida. Son indecidibles por inter-contaminación”. (Los destacados son míos)
Se imposibilita diseminar a ciencia cierta los márgenes, un principio y final, aunque es claro como veremos en esta lectura y desde luego en la que cada sujeto pueda hacer de “Muerte en Niza” desde su propia situación, que afirmativamente el juego, desencadena presencias que abruman a la voz a la par de una suerte de ausencias que éste mismo invoca desde tiempos y sitios lejanos, a veces sin desearlo, tan sólo por nombrar de modo inconsciente un pasaje o iluminar alguna hora pretérita. Lo que termina persiguiéndole como fantasmas disfrazados de recuerdos o miedos infantiles.
Oscar Hahn en este sentido nos señala: "Toda ausencia es una forma de presencia, aunque fantasmal e inquietante." A su vez, en su estudio “La Forma de lo monstruoso”, el escritor chileno de ciencia ficción Patricio Alfonso agrega: “La muerte sólo puede tomar en el discurso la forma paradójica de la ausencia (…) La figura por excelencia en la que la ausencia encarna –si es que se puede hablar de "encarnar" en dicho contexto - es la del espectro. El espectro es la personificación de la ausencia, de lo que ha sido afectado, vaciado, por la muerte”.
Quezada por su parte señala en el poema “Afuera de seguro algo cae”:
el rigor mismo de quien muere
carrusel indomado al que el miedo vuelve si lo
nombro
si lo hago parte de esta ausencia.

Por tanto, no podemos clasificar de forma tajante como presentes/ausentes a personas, amores y desencantos, lugares, recuerdos y muertes, cualquiera creamos sea su estado ontológico, pues no estamos ante productos etiquetados y dispuestos para una estantería de víveres.
En cuanto a la noción de ausencia, ésta se perpetúa y emerge con mayor fuerza a partir de Afuera de seguro algo cae”, pues el hablante premunido de aquella percepción de fugacidad, es llevado a otro nivel de cuestionamiento. La introspección extiende su mirada más allá del cuerpo horizonte, lo inmediato, y comienza a proyectarse a una serie de ausencias que invoca y que lo confrontan desde una verdad lejana, quizá no perceptible en principio y de manera empírica, pero no por ello menos real y existente.
Llevado al aquí mismo de lo ausente
desciende y rueda por caer su envergadura
invocada tanta lejanía tanta distancia
galopa perdido en mi lengua y desciende
y rueda

Podemos pensar como lectores en todas las otredades que nos rodean, todos los rostros, vidas y lecturas no realizadas y que la voz imperante en “Muerte en Niza” también cuestiona, dentro del espacio prefigurado, la habitación, la mente o el libro, gracias al lenguaje.
La atmósfera generada gracias a la poesía nos ubica in situ y hace presente el abanico de posibilidades que aunque no conocemos han estado allí siempre, son aquellas ausencias que se realizan a la manera de grieta tal como dice Quezada:
O de los dedos la añoranza
el encuentro en las esquinas será
del corazón arácnido sueño

y de la luz su sombra uno
que bailase eclipsado el sol
de línea en línea buscando
donde hacernos la grieta

Las grietas sabemos forman parte de nuestra existencia en la medida que las ignoramos y que sólo podemos a fin de cuenta interrogar como una posibilidad. Partes de un yo posible, postergado u alternativa del ser… tal como dice el cierre de esta primera parte…
un caballo solo arrastrando
y la posibilidad era ínfima.

Qué hay en cada silla sin embargo.

En la segunda sección del libro, homónima del poemario, lo externo o el afuera, en un comienzo netamente ausente, se perfila condicionando al hablante con su irrupción. La realidad es forzada a desplegarse y debe ser vista desde otro ángulo. Un enfoque que cuestiona la propia existencia del enunciador y en ese grado el conocimiento de las cosas es llevado a una instancia secundaria e incluso inasible…
En el diámetro que la luz proyecta comienza a
desaparecer un cuerpo
su estela -preciosa disposición de la ausencia-
engrana un movimiento presumiblemente
constante
infinito en posibilidad

Es como si estuviésemos ante un espejo que se hace latente y que por vez primera visibiliza su potencial para reflejar, sin embargo, al irrumpir lo único que muestra es una vacuidad, una extinción de los bordes y márgenes de las cosas, antes capaces de orientar el sentido de este ser y lo que le rodeaba y de pronto tan solo estériles: “Es como aprehender la experiencia de un lenguaje que se distancia de sí mismo, que “sólo comienza en el vacío” y que en él se mantiene, dejando que cada palabra por mucho que intente mirar hacia atrás, no verá más que la huida de su origen y su frustración, pero a pesar de ello se habla y discute con este lenguaje, y quizás a ello se deba la incomprensión entre los hablantes, a que cada uno habla con palabras ausentes”. Lo transcrito lo expone Estefanía Hermosilla en su artículo “El lenguaje moderno de Foucault, Barthes y Blanchot”
Quezada por su parte agrega:
de lo que hay emergen las líneas de las sábanas
un desorden que se va limando a medida que
suben
suscitadas por la luz.

La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y
perfecto.

Lo antes conocido y fácilmente determinable, los objetos, los muebles comienzan a perder sus cualidades y se ven reducidos a geometrías inútiles o absurdas para tal caso.
Esto genera claramente una duda o vacilación en el hablante, y también en el lector comprometido, que puede entender como el libro lo está movilizando a un cambio de su propia percepción. Tras la lectura de una obra ya no somos el mismo, nos vemos conminados a reflejar en este espejo de escritura nuestro vacío o las grietas que nos acosan.
Todo aquello de lo que adolecemos se hace patente y nos vemos obligados a percibirnos desde otro foco, pues tal como ocurre en el poema anterior con los muebles, nuestras formas, límites y fronteras entran en la dinámica de esta lógica presencia/ausencia que delimitan al yo del otro que es, pude ser o no he sido…
es más, la perspectiva o enfoque en principio más
ajustado a lo real, llega a confundir los cuer-
pos en la abstracción del afuera.

Habrá que encontrar el lustre de las armas en el
ojo del testigo
en la versión contraria a la soledad del caballero.

A estas alturas la noción de ausencia ya no es la que encontramos en “Un caballo solo arrastrando”. La flor con su presente fugacidad y todo lo que ello implica (reconocer el sentimiento y hacerlo extensivo a otras realidades inmediatas). Tampoco se trata de esas otras ausencias que están fuera de mi alcance, lejanas, soñadas o tan sólo nombradas como en “Afuera de seguro algo cae”.
La ausencia en este caso se traspasa a la corporeidad del sujeto y provoca una enajenación que lo lleva a pensarse como ausente, precario y al observarse, se reconoce desde fuera, desdoblado como una realidad también en tránsito y caduca. En esta etapa se confronta lo que he sido y quizá continúo siendo, pero que estoy convencido, pronto, en algún punto no estará pues se produce lo que Heidegger señala en torno a la muerte… la posible imposibilidad.
Quezada por medio de su hablante haciendo eco de dicha idea nos indica:
En cuencas donde hallo el mundo hoy
y pequeño asiste todo
no habrá ojos:

la pechera rota
celada pues vacía
de esplendentes opacadas armas.

Tal le vieron caballero sobre la mano
estará el metal por ojos míos.

Una “armadura vacía” nos indica el texto. Un traje sostenido por el aire y el polvo, los rastros de una presencia ya extinta, un deshuesadero o los remanentes que sirven de indicio, huella para rastrear y reconstruir el esqueleto de lo que fue. Casi un trabajo de imaginación como el de aquellos que elaboran una gran bestia antediluviana a partir de un despojo.
En esta parte del texto se introduce por intención clara del escritor una cita tomada del soneto XXV de Garcilaso el cual cito textual…
¿Diría acaso:
hasta que aquella eterna noche oscura
me cierre aquestos ojos que te vieron
dejándome con otros que te vean
pudiera?

El intertexto no es caprichoso, es una pieza asociada clásicamente a la muerte tal como dice María Álvarez de la Universidad de la Laguna en su estudio “La sombra como muerte: historia de una forma de contenido”: “La imagen de la sombra como simbolizante de muerte presenta una amplia tradición en la lírica española (…) Este conjunto de rasgos, que reaparece en obras y autores de distinta época, de diferentes tendencias, no constituye un haz cerrado. (…) En sus variaciones, descubre nuevas vías de posible crecimiento, algunas agotadas, y otras en pleno desarrollo”.
En el caso de Garcilaso la imagen de la sombra toma la forma de noche oscura: “El tenebroso más allá ha sido simbolizado desde antiguo por la noche. Este sentido está presente en el soneto xxv de Garcilaso. La privación de luz está relacionada con el sentimiento amoroso en Garcilaso. La esperanza de volver a ver a su amada atenúa el doloroso trance de la muerte”.
Esta parte de la construcción literaria de Quezada nos lleva a aterrizar y constatar la verosimilitud de la noción presencia/ausencia que se prefigura como parte de esta lectura, pues como añade Álvarez la conformación del tópico sombra: “Posee dos vertientes en su configuración. Por un lado, el simbolizante sombra alude a la `muerte', y, por otro, remite a la vida humana. (…) De esta forma, la muerte es considerada como oscuridad, frente a la luz que simboliza la vida. Cuando desaparece la luz y el mundo pierde su contorno, se difuminan los objetos y comienza el predominio de las tinieblas. La sombra, falta de luz, lo envuelve todo”. (…)
Quezada en una coordenada de su poemario indica:
y de la luz su sombra uno
que bailase eclipsado el sol

Así pues, la imagen, aparece como una doble imagen. Los simbolizantes, sombra/luz, remiten a muerte/vida, a presencia/ausencia, lo cual nos lleva a pensar una vez más en las dicotomías y vincularlas a la “inter-contaminación” que plantea Derrida y extender esto al poemario y todos los elementos de su estructura formal desde el título “Muerte en Niza” hasta el sondeo de otros continentes de significación simbólica igual de importantes y que se hacen presentes en la constancia de arquetipos como los caballos situados no sólo en la bella imagen que constituye la portada sino a través de menciones reiteradas a lo largo de todo el poemario de forma directa como ocurre en “Un solo caballo arrastrando” o por medio de campos semánticos relativos al equino: cuadriga, carro, caballero, silla, montar, galope, crin, lomo, carrusel.
Sobre el caballo, más allá de su amplio y ambivalente simbolismo, debemos agregar que éste se encuentra asociado en diversas mitologías, religiones y sistemas de creencias a la muerte o tránsito que realizamos hacia lo desconocido. En la Revelación de Juan o libro del apocalipsis el caballo tiene una preeminencia marcada tanto en los cuatro jinetes como en la caída de Babilonia y su figura emerge protagónica ante el primer sello. Simbología que no está libre de la noción vida/muerte pues dentro de nuestra tradición occidental religiosa se le asocia tanto a la esperanza bajo el cuerpo de Cristo o la destrucción en manos de ejércitos: “Un caballo blanco: Teniendo en cuenta el simbolismo constante del color y la semejanza con Ap 19.11, muchos ven en este jinete que abre el primer sello una representación de Cristo, a quien pertenece la victoria (Ap 5.5). Otros, considerando las características de los demás caballos, lo interpretan como símbolo de ejércitos destructores”.
Por concluir, la tercera parte del poemario titulada “Afuera” sitúa por completo la presencia/ausencia en otra parte, en la antípoda del hablante y su ser, y nos remite a la total lejanía.
La luz ausculta mi corazón por última vez
el corazón como una lámina de agua
la luz se adentra y rompe en sus ventrículos
en el número dos
en su transparencia
en lo foráneo.

Queriendo vincular el “Afuera” al título general del poemario me gustaría extender la apreciación de presencia/ausencia, pensando en Niza y la idea de morir en aquel lugar, en dicha localidad que remite a un “afuera”, y que en lo personal, como lector, me predispone a una parte de mi enciclopedia por momentos trunca y que debo completar más allá de lo que tengo asociado a Chagall, y descubrir que este sitio (Niza), y sus colores descritos por Nietzsche a su madre a través de cartas de la siguiente forma: “Es una lástima que no pueda desprenderlos y enviártelos; es como si hubieran pasado por un tamiz de plata, inmaterializados y espiritualizados.”, remite a una historia que se teje en torno a una serie de figuras y momentos clave tanto de violencia y creación artística a lo largo del mundo, la historia, el tiempo.
y el amor se disfraza de doncella ahora de carruaje luego
y se transforma en un caballo desbocado
en un pozo antiguo donde nos vemos
acechando los cuerpos y el desastre.

Etimológicamente el nombre Niza surge a partir de la diosa Nice producto de la victoria bélica en contra de los ligures. Durante la edad media la ciudad interviene en los mayores desastres que azotaron a Italia, su pertenencia además ha sido disputada a Francia por españoles e italianos en numerosas ocasiones, finalmente Niza es bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial como preparación del desembarco de Normandía. En el otro sentido, Niza constituyó la residencia y punto de encuentro de importantes artistas como Miró, Braque, Picasso, Andre Gide, Marc Chagall, Henri Matisse Maurice Maeterlinck e Isadora Duncan, estos cuatro últimos edificaron gran parte de su obra y vida en aquel sitio y también en aquel espacio partieron (Muertos en Niza). Presencias/ausencias de las cuales nos quedan objetos fugaces y transitorios a modo de documentos, pinturas, episodios, danzas, testimonios y pasajes que permiten entender el devenir del ser y las lecturas que se generan por medio de sus acciones, bélicas y artísticas, afectando nuestra propia presencia y transitoriedad… Pues como dice Blanchot: “El libro envuelve, desenvuelve el tiempo y conserva ese desenvolverse como la continuidad de una Presencia donde se actualizan presente, pasado y futuro”.
Y hablando de tiempo, de épocas y momentos que se confunden en ese “afuera”, Quezada agrega en su poemario:
Una sola flecha es una guerra si el mundo está
sembrado de espejos amor mío una sola
dirección
¿Hallaré en la noche entonces para traer la lengua
mi palabra lo que cayó bajo esta mesa mi
poema de amor?
Pero participo de otros cuerpos no obstante
como esas pequeñas flores desesperadas por
abrirse paso hacia la luz.

La idea de participar de otros cuerpos, otras historias, señalando que lo otro es parte de mí y yo de aquello, remite a la noción de Derrida de presencia/ausencia en que el mundo se desenvuelve en su comunicación como un gran descalabro, indeterminable y que el filósofo grafica parafraseando a Shakespeare en Hamlet: «The time is out of joint» podemos agregar al respecto lo que Derrida dice en el capítulo primero de “Espectros de Marx”: “el tiempo está desarticulado descoyuntado, désencajado, dislocado, el tiempo está trastocado acosado y trastornado, desquiciado, a la vez desarreglado y loco (…) Time: tan pronto lo que la temporalidad hace posible (el tiempo como historia, los tiempos que corren, el tiempo en que vivimos, los días de hoy en día, la época), tan pronto, por consiguiente, el mundo tal como va, nuestro mundo de hoy en día, nuestro hoy, la actualidad misma: allí donde nos va bien (whither), y allí donde no nos va bien, allí donde esto se pudre (wither), donde todo marcha bien o no marcha bien, donde todo «va» sin ir como debería en los tiempos que corren. Time: es el tiempo, pero es también la historia, y es el mundo.
Por tanto en la lectura poética que propone “Muerte en Niza” todos somos conminados y no porque el autor, como otros poetas del momento y al uso, nos represente una realidad plana y sencilla, un mundo utópico o una distopía, pontifique con revoluciones, proclame un malestar ante su ciudad o una experiencia y sobreexposición agotada de su sexualidad. Actitudes de “creadores” que al final sabemos por lo engañoso y contradictorio del lenguaje, van a proponer unívocamente un mensaje en ausencia y burda mímesis inexistente que explota lo artificial y estéril de lo anecdótico.
Quezada lo indica con claridad en el fragmento transcrito a continuación:
Una vez vuelto el mar caerá la ciudad en mi pecho
florido
se irá llenando mi corazón
todo llevaré a mi corazón cuando se decida la
lluvia a recuperar su sitio
anudaré cada cosa cada lugar cada vida mi yo
arcaico

En ese grado, lo inesperado y que se aplaude en Víctor Quezada como escritor es su atrevimiento y valentía al poetizar en torno a la ausencia. Su voz nos habla de lo indecible, se posiciona en las entrañas del vacío de nuestra lengua y surfea en la extinción misma del sistema y las formas y en esa medida, al nominar la no existencia, al referir poéticamente la muerte situada en Niza o en la atmósfera que nos construye con el germen mismo de la confusión (el lenguaje), niega la posibilidad de morir y afirma la no existencia de la imposibilidad. Al someternos a semejante paradoja demuestra con belleza que las palabras no bastan para la verdad que contienen y así, todo lo escrito, todo lo pensado, dicho y realizado en este mundo de textos y discursos… será un continuo de la impotencia de presentar ad eternum nuestro deseo “inter-contaminado” por alcanzar la flor, cantar a la flor, nominarla una y otra vez o hacerla florecer en el poema, sin ninguna diferencia más allá de lo diferido.

Daniel Rojas Pachas
San Marcos de Arica – Agosto del 2010