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Publicado originalmente en Jámpster. 31 de agosto de 2017

Bulto, relato/nouvelle de Víctor Quezada, abre la narración con un enunciado corto punzante: “Llegué a los treinta años sin pene”. Pero fuera de lo que se pudiese imaginar, el libro no está construido a partir de fraseos cortos y efectistas. Opta por un trabajo minimalista confluyendo hacia riachuelos temáticos, que se juntan y separan.
La historia es sobre Víctor, antofagastino radicado en Argentina desde hace dos años, quien recibe una llamada desde Chile por parte de su madre. Durante la llamada es culpado directamente por la muerte de su progenitor, debido a las determinaciones que tomó durante los últimos años y por haber descubierto empíricamente que el mito de la buena comunicación entre padre e hijo era solo eso, un mito. La extirpación del padre, del referente masculino, y la imposibilidad de comunicación con ‘el otro lado’, hacen imposible otra forma de relacionarse con el mundo. Víctor camina, observa y devanea esperando que su fijación por otros hombres, con bulto, al igual que él, sea correspondida.
Son varias las líneas narrativas que dan vida al texto. Por un lado, está presente tanto la imposibilidad de amor filial (la familia que lo responsabiliza de la muerte del padre) como la de amor físico (ha decidido ocultar su cuerpo cercenado bajo un pañal): el cuerpo como la representación de una memoria que deja marcas. Bulto —ante todo— es la relación del cuerpo con las cosas; y una de las tantas formas de percibirlo, es a través de la política. Luego de enunciar su mutilación, el relato continua de la siguiente forma:
“Videla murió ayer a los ochenta y ocho, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del hospital militar, a las 14:15 hrs del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Se hermanan dos países golpeados/abatidos por la dictadura en donde cuerpos se desperdigaron, se alejaron de sus orillas, se arrojaron al mar o se mutilaron desde la memoria:
“vi yo la ausencia de esos hombres, dispersados ya hace mucho tiempo por la policía, desarticulados por el Estado o definitivamente muertos”.
Y por el otro, la relación de Víctor con las masculinidades, la que es siempre tomando una actitud de aprendiz, de vulnerabilidad ante los hombres, quienes son los que marcan la pauta en el relato. La madre es ejemplo de ello. La excusa de insertarla en la historia (siendo la única mujer) es su relación con el padre.
El discurso de lo masculino está por sobre el cuerpo. La imposición de lo masculino es violenta, a ras de piel, y se escapa livianamente durante la sección en dónde piensa en Martín Adán, escritor peruano, y los motivos que les llevaron a escribir pene en sus últimos poemas. Con especial atención a la belleza en el hecho de que haya podido amar tanto a hombres como mujeres.
Podría afirmarse que la línea narrativa en dónde confluye todo (porque guarda consigo una alegoría respecto a la estructura del libro), tiene que ver con los movimientos del agua, los movimientos líquidos. Fluidez y corte. Una materia viva, orgánica. Relatos que se ven suspendidos por el avance de las corrientes. En una orilla, el agua representaría la fuerza de arrastre, el tiempo. La orilla del lugar en donde terminan los hibakushas, los cuerpos desaparecidos y aquellos que viven en el destierro o el olvido. “El cuerpo es una roca en medio de la corriente”. Parece que hay dos destinos posibles, por un lado “el río insiste en devolverle a la tierra fragmentos de vidas naufragadas, objetos que vienen a golpear la orilla…”. Y en la del frente, el líquido vital que avanza bajo un bote que espera pasajeros y que parece por la superficie estar quieta. Esto quiere decir, ser arrastrado o que este flujo pase por debajo de ellos, sin perturbar a quienes son esperados, aquellos responsables de que el cauce siga su curso.
Bulto trabaja con experticia la contención. Ríos que abren múltiples puntos de fuga y que no necesariamente son un camino, sino la revelación de una forma. La misma que hace de un relato de 54 páginas una experiencia violenta pero conmovedora.

Publicado originalmente en Letras.s5. 2 de abril de 2017

Con razón señalaba Nietzsche que en el origen siempre había conflicto. Ya el simple hecho de que nadie asista a él genera sospecha, ¿habrá existido realmente? ¿Será primero un grito que irrumpe en el mundo, se debilita poco a poco en un llanto, y finalmente es silencio que todo lo gana? Sobre el silencio, la incógnita y el desvelo está pensado entonces el origen, la falta, la ausencia; aquello que nos obsesiona porque simplemente no participamos de su poderosa intimidad. O en todo caso, está abierta la invitación a desconfiar de él y hacer con esa desconfianza un nuevo mito del origen que consiste simplemente en inventarlo. Pero hacer que el origen acontezca en el inicio, y así salvar el problema del comienzo y la página en blanco, parece también una justificación a la falta que se produce en todo inicio. Tal vez, antes de saber del origen haya que saber el final, el último instante, lo que ya no continuará, pues es ciertamente contemporáneo a uno, es lo que contemplamos, es la promesa incumplida de poder decir algo.

Podríamos hacer una larga lista de aquellos que desconfían del origen, quienes se decidieron en contra de algo que ni siquiera sabían si realmente había existido. Tal vez con ello justificaríamos algo de lo anteriormente dicho. Pero nuestro joven autor, Víctor Quezada, sería entonces el último de esos representantes, compartiría una actitud propositiva, pues se explicaría lo que no tiene explicación haciendo el mismo recorrido de aquellos que perdieron esa explicación. Si miramos un poco hacia atrás, en una distancia muy próxima, Mallarmé mismo desconfió del origen; es más, de un modo magistral lo pone como final de toda aventura literaria. La pregunta entonces sería ¿dónde queda el origen? ¿Por dónde comenzar este libro? Me atrevería a decir que para la modernidad misma ese acontecimiento se hace tal en la aniquilación de aquello que se interroga por él. Es decir, el origen es destrucción del origen. De este modo, lo que a simple vista parece leerse como un remontarse hacia el origen –en algún punto todos queremos saber de dónde venimos y quiénes somos, no podemos escapar a esa pregunta de la fatalidad– en realidad no es más que la acción de aniquilar el interrogante y la cosa interrogada de un modo perverso, como si alguien naciera a la vejez al preguntarse ¿quién soy? Pero pongamos un caso por ejemplo, que valga al menos como intento desesperado y frustrado: extremando a Mallarmé, la destrucción del libro –la pregunta por la cosa– es el final y el origen del libro –el aniquilamiento donde todo comienza–, es la ansiada salida y el lugar de donde todo salió. Llena de paradojas está la modernidad entonces, y una de ellas es la autojustificación; por lo tanto, no es errado pensar que quien niega el origen, quien escribe en contra de él, en realidad está solapadamente afirmando la propia existencia, está dando lugar y voz al fantasma de origen, está diciendo: en la ausencia reside la pregunta por la presencia, y solo la escritura puede responder: quién soy, sobre qué escribiré, qué puedo escribir.

Planteando la negativa a todo origen, Quezada se propone la invención de un comienzo, es decir, va a tratar de justificarse al decirnos qué lee, qué ha leído, cómo desea ser leído por detrás de la invención misma que es el ensayo. Para eso el libro de Víctor Quezada va más allá de cualquier experiencia reflexiva, parece una contradicción pero es así, es un libro del presente absoluto a fuerza de querer leer un recorte del presente, encontrar en él la nada, salvarse de la pregunta por el origen del origen presente. Es más, su pequeño libro, apenas cuatro ensayos por donde desfilan cineastas, poetas, otros ensayistas chilenos, franceses, alemanes y argentinos, está despojado del pensar; con gusto se entrega a la anotación, la impresión inmediata, un rapto que ilumina y profundiza, pone en cuestión, invita a las asociaciones que expliquen la desnudez misma de su procedimiento. Si seguimos sus páginas salpicadas de blancos y versos, de glosas a una imagen y sentencias a objetos inexistentes, su acción de relevo es terminal: antes que la pregunta por el origen, lo que sigue es la negación misma de él, el carácter disyuntivo de su título que le permite pasar de uno a otro género en un desfiladero de pequeñas frases, atajos y campos traviesa del sentido. Es más, me pregunto, ¿por qué el título lleva en sí mismo un vacío que incomoda? ¿Por qué contra el origen no es un enunciado propositivo, sino totalmente neutro?

Veamos sino su primer ensayo. La pregunta que tal vez lo originó es directa, casi como una interpelación íntima que no hace más que mostrar una detrás de escena que siempre se deja ver en el género ensayo: ¿cómo comenzar? Hay un arte del comienzo, y consiste en la simple condensación. De eso el ensayo sabe por demás, pues en la invención de su comienzo está el destino del género. A veces me gusta pensar que a fuerza de querer disolver lo más inmediato el ensayista podría proponer ensayos que consten de unas pocas palabras, casi una acción encubridora del deseo de silencio o la negación misma de renunciar a la escritura. Que explique muy poco, que argumente casi menos y que nos gane por la contundencia; ese sería para mí un ensayista ideal. O en todo caso, si desea hacer ejercicios de retórica con sus ideas, que priorice la opacidad antes que la transparencia, que se deje ganar por ese devenir poeta reprimido que todo ensayista lleva consigo. Ese sería el ensayista de la invención del origen. Ustedes me dirán: pero nos estás proponiendo que leamos a un tipo que jamás concretó nada, que nunca llegó a ningún lado. Recuerdo ahora los aforismos del Diapsalmáta de Kierkegaard, en ellos no hay otra cosa más que todo lo que luego vendrá en excesos y replanteos discursivos, alteración de ediciones y proliferación de seudónimos y más distanciamientos de todo tipo que servirán para perder de vista al Kierkegaard real por detrás de toda una serie de invenciones fantasmales. ¿Y qué hay en esos aforismos? Breves anotaciones de un sujeto que se complace en la holgazanería y la pereza, tal vez vicio e imposibilidades de quien lo postergara todo o lo reduce todo a la creencia de que en ciertos raptos de genialidad ya está todo. Sin embargo esos aforismos no son nada más que el comienzo, no son otra cosa más que un arte de iniciar; es más, lo que viene después tal vez niegue ese comienzo brillante. Pero el inicio es fuerte, contundente, resguarda en él la violencia de todo estallido como es el nacimiento en un mismo instante de visión y método. No existe entonces mejor comienzo que el lacónico. Cito lo que cita Quezada en Melville: Call me Ishmael. ¿Hay acaso un inicio más perfecto? ¿Hay acaso alguien que niegue que en esa simple frasecita ya está todo lo que vendrá? De ahí entonces que el arte del ensayo sea plantear la disyunción, sea siempre escribir contra el origen y a favor de los buenos comienzos que son las orejas paradas de la invención, como un apostar a la fuga hacia delante; o por qué no, como un prolongarse en la postergación, otra forma de la felicidad melvilleana disfrazada bajo la forma de un simple “preferiría no hacerlo”. Ir contra el origen es simplemente tener una buena frase para que la página se abra, deje de lado su reticencia y nos reciba en un cielo diáfano donde perdernos. No es poca cosa, pocos ensayistas saben del arte de jugarlo todo en el comienzo.

De eso Quezada sabe, tiene buenos comienzos, sus ensayos aseguran el origen de lo epifánico, por caso citemos este: “He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación”. He aquí un buen comienzo, una frase que propone comenzar desde la escritura, pero desde la escritura que ha sido modificada por la lectura; una escritura entonces que ha sido conmocionada por algo incierto que ha acontecido en la lectura. Pero, ¿qué es ese algo?, ¿qué es ese comienzo del misterio súbito? “Momentos de pequeña iluminación”, llama Quezada a esa misma conmoción, a lo que une uno y otro momento y así trasciende, por afección, cualquier principio de unidad argumentativa. El satori del ensayo está entonces en la cabeza que se levanta de la lectura y anota algo, está en la melancolía que interrumpe y lleva la lectura a su producción fantástica de imágenes, está también en la vinculación biográfica –yo leo, solo a mí se me ocurren estas cosas– y en la actitud disolvente de una proximidad física que se traduce en palabras o proposiciones imposibles, como esta otra frase que cierra el comienzo perfecto: “Decidí emprender la tarea de anotar el presente”.

Tal vez todo negador del origen, en fin, todo ensayista, no sea con estos procedimientos otra cosa más que el último decadente. Los decadentes se propusieron esa tarea demoledora de anotar el presente porque lo que concluye solo puede hacerlo en él, en el ahora condenado a desmoronarse. En sí todo el género ensayístico no es más que eso, una celebración de lo que no sabemos de dónde proviene pero sí intuimos hacia donde se dirige: la ruina, el fin del esplendor, la muerte misma que vuelve tan intenso el presente. De ahí entonces este procedimiento que en Quezada se hace anotación ensayística, cito: “anotamos porque no sabemos qué está pasando con nosotros, anotamos porque no sabemos qué pasa con el mundo o este se nos presenta como un rival”. En el ensayo “Dejar de escribir, salir del libro”, la anotación busca volverse el objeto mismo que observa; juntando una serie de poetas que simulan en la lírica la persistencia maniaca del diario, Quezada resalta en esta novísima poesía que la escritura se ha vuelto protagonista. Es más, la escritura, ya sea poética o cualquier otra cosa, se disimula entre las demás actividades del mundo: “Escribir es escribir algo, se escribe con un propósito. Pero también se escribe como se camina, se escribe sin objeto, sin propósito alguno, al ritmo de la caminata”. ¿Y para qué –nos preguntamos quienes lo leemos–, en busca de qué el libro ha sido trascendido y lo que pueda escribirse ha sido borrado de su inscripción como obra hasta ser un simple desplazamiento por la atención puesta al mundo? Nietzscheanamente, Víctor Quezada como un Dionisos de la cita y las frases breves nos contesta: “Anotamos el presente, a fin de cuentas, para conservar la cordura”. Justamente esta cita que tomo al azar, y que no es ingenua, me permite leer que se escribe para lo impostergable: la muerte y el egotismo.

Barthes nos liberó de los temas, a partir de él la libertad fue embriagadora: se podía escribir sobre el acto de escribir, no hacían falta ya ni los objetos del mundo, ni sus temas, ni el mundo mismo. Pero entonces sobre qué escribir si esta propuesta supera el poder de cualquier invención. Previo a él cuando Lukács planteó que el ensayo buscaba resguardar el poder del espíritu en un mundo desencantado, no hizo más que liberar al ensayo de toda trascendencia reduccionista. Tal vez Lukács en silencio renegó de su propuesta juvenil al descubrir con su resguardo del género que en verdad estaba proponiendo que hablemos de nosotros mismos, ya que somos imposibles de ser reducidos, ya que intuimos y sentimos fascinación por la intensidad de lo impostergable; y esa fascinación es la muerte, lo que niega cualquier entendimiento del origen. No es casual entonces que el último ensayo esté dedicado a Barthes y al halo trágico que rodea sus últimas anotaciones, justo cuando el autor de El grado cero de la escritura descubre que la muerte es lo impostergable, y por lo tanto, plantea una novela que sería la Vita Nova; aunque también, en esa novela, que puede escribirse porque se sabe que ya el origen no importa pues la muerte es impostergable, lo fatal se esconde en su camino bajo la forma estúpida de una furgoneta de lavandería. Por qué escribimos entonces parecería ser la pregunta de un ensayista a otros ensayistas y a los lectores del ensayo. La respuesta está en que “la conciencia de la muerte llega y, al mismo tiempo, de la vitalidad desesperada que sobreviene como posibilidad de una nueva práctica de la escritura”. Entonces frente a la pregunta sin origen y a la intuición de un trabajo que jamás terminaremos, o una cita a la que nunca asistiremos, la respuesta es que la escritura siempre se presenta como “hacer algo antes de morir o decir lo que me falta decir, convencido de que hago la última cosa de la vida”.


Carlos Surghi (Villa María, Córdoba, Argentina, 1979). Poeta, ensayista y crítico literario.