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Publicado originalmente en Letrass5

Víctor Quezada ha publicado Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), entre otros libros que flotan en algún lugar de la web. Ambos libros fueron publicados por separado, como unidad. En Marón americano, en cambio, vemos el listado anterior en un solo objeto. De cierto modo, resulta ser algo nuevo, o sea, el libro permite –porque ha de haber estado bien pensado– ser leído de otra manera, no solo porque “simplemente” se hayan reunido sus poemas en un nuevo libro, también se puede vislumbrar un nuevo hilo conductor, una nueva unidad. No estamos “releyendo sus libros anteriores”, o sí, pero es eso y más.
En este libro de poemas la voz nos va recordando que siempre existe un cuerpo de manera tácita; un cuerpo animal, un cuerpo humano, la consciencia y los sentidos de este. Estos conceptos merodean en Marón americano desde el primer hasta el último poema, ofreciendo siempre distintas formas y alternativas en las imágenes de cada verso.
El primer conjunto de poemas en este libro se titula “Un caballo solo arrastrando”, aquí hay invocaciones y ofrendas. Una imagen de lo primitivo y de la importancia espiritual que contiene el cuerpo en su naturaleza, en sus comienzos:
e invoco
al dios propicio y prometo
blancos muslos de blancos toros
roja sangre al cielo
blanca grasa entre la sangre
por evadir tu nombre
por querer el cuerpo allí
curtido y visible
más cuerpo que el reposo.

Luego, en la sección titulada “Muerte en Niza”, esa presencia tan diametral de cuerpos de animales, de sangre, de músculos y extremidades descritos a destajo, pueden ir desapareciendo. O, mejor, digamos que aquí el cuerpo es más humano que de animal carente de consciencia. Tiene la facultad de ir haciéndose menos visible e incluso introspectivo. Un humano con ojos cerrados en una cama:
La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y perfecto
El espacio inmóvil puedo
cerrados los ojos reducido a espalda.

De a poco va interrumpiendo una conciencia típica de una siempre usada corriente existencialista. La voz se pregunta: “¿Hasta dónde esta belleza interrumpe mi imagen?”. No se sabe con exactitud si hay otro impidiendo algo o es el mismo cuerpo que no se permite ver de modo nítido.
En “Yoko”, la validación del texto como “poesía” se comienza a complejizar por las infinitas discuciones que han girado en torno a lo que es o no, poesía. El modo, la forma, la manera en cómo se ocupa el espacio de la hoja, un poema titulado “Novela”, una historia, un personaje y un dibujo, un reflejo de la imaginación, la voz del poema:
Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla: si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre.
Y dicho sea de paso, en Marón americano, el orden de los factores sí altera el resultado, considerando como “factor” el estado que se propone en cada verso respecto al cuerpo, a la visualidad, la posición y nitidez de lo corpóreo.
Publicado originalmente en Letras en línea, 19 de octubre de 2018

El gesto transitorio en un sentido crítico, es decir, el gesto provisional que tienta y conjetura otros horizontes de lo real, prevenido de la suficiencia que define el mundo en tanto funcionamiento o trascendencia; ese gesto incompleto, un pesado atado de vigas suspendido en el cielo de la ciudad, un fardo de espigas que cruje desperdigado en la noche, alienta estos poemas; lo insostenible, intraducible, incesante detenido sin embargo cuarenta veces al alba. “Amanece, el poema se abre” y Gonzalo Millán inicia las series, las estaciones, los enlaces del idioma y resuena en la escritura de Víctor.
Los poemas, los libros se abandonan (“a lo sumo fingen comenzar o terminar”), la obra es vivir mientras gravitan, se constelan esos fragmentos, trazan un arco de insistencias y convicciones; creo que este libro posiciona en la obra del autor – que consta ya de seis ediciones – una vitalización de la escritura. En este sentido, habría que establecer que en la poesía de Quezada es constante la imbricación de la experiencia de las ficciones o lecturas como fundamento de la experiencia del sujeto y su despliegue formal o, en otras palabras, está en la base de su poética: el texto como espacialización declarativa de un nuevo dominio (Muerte en Niza) y la conjetura de ese dominio como serie de superposiciones, deseo y distancia irónica (Marón americano). Este impulso o comprensión se extiende a Insistencia del día, pero desborda las discontinuidades: la escritura es una vida que sobrepasa, traspone el texto, tal como sucede en 20, primer libro del autor.
En Insistencia del día, la vitalización señalada reside, por una parte, en la contemplación: alguien siente amanecer; por otra y como disposición decisiva, se despliega en abierta controversia con las dinámicas de la significación común, las formas de habitar y las formas convenidas de decir que se habita, en momentos en que la heterogénea intensificación y multiplicación de las imágenes y los testimonios es proporcional a su estancamiento o banalización en la inercia de las lógicas imperantes, como también proporcional a la apelativa urgencia por la acción colectiva.
Existe un cruce de discursos convocados al texto en tanto desjerarquización de la experiencia solitaria que, a la vez, componen una reivindicación de la soledad como situación enunciativa: la viga maestra que en medio de los cuartos se gasta y dobla mientras se despierta “a la densidad del sonido”. Esto ocurre, por ejemplo, cuando Víctor escribe la distancia entre la imagen trazada y el objeto contemplado, junto a la distancia entre el acto de escribir y nosotros, el lector:
A esta escena se superpone la descripción gramática de la Real Academia que, cortada en versos, fractura la confesión, enfatiza los recursos, conduce la alegoría a una nueva suspensión:
Mediante esta separación o encuadre podría entenderse el uso de las citas en el poemario: Alighieri, Pasolini, Ferreira Gullar, Lihn, Luis y Elvira Hernández, Ximena Rivera, Gonzalo Millán, entre otros escritores. Los versos o el señalamiento de estas propuestas o figuras/biografías constituyen el marco (la ventana) de la interrogación de Víctor al paisaje de la ciudad y a su propio entorno íntimo: la resistencia de un sueño dentro de otro. Cuatro tablas desbordadas que parapetan una relación simple pero no inocente con las cosas, la constatación sensible de su divergencia y necesidad en el lenguaje, la radiante profundidad que desdibuja la ventana: afuera es adentro y viceversa (como en el poema final de Muerte en Niza, hace diez años).
Entre esos cruces, la escena del alba alterna dos antecedentes sin grietas que anudan nuestra época: el sol, la razón que distingue, detalla y multiplica los matices, las sentencias y explicaciones en pos de un orden: el capital y el mercado, el armamentismo inmobiliario, el tráfago, las grúas como el reloj de la futura torre que fuerza un porvenir; y, luego, la noche, aquella condición de nuestra vida colectiva, indicada por Ennio Moltedo cuando advierte: “Si pones el oído sobre la tierra desnuda escucharás claramente el nombre de los asesinos”. La noche, imagen de la dictadura en Moltedo y otros, y la luminosa bulla de la postdictadura o, en palabras de Pasolini, “la sede del cinismo neocapitalista, y crueldad al volante” sintetizan el tiempo en que se escribe. Detenidos en ese umbral vemos, entre las cosas que caen y las que se desea -tranquilamente- que colapsen:
Y nos esforzamos por soltar, por retener la combinatoria contrastante de esa imagen irresoluta, recurrente, circular. Alguien lee, piensa en sí mismo.
Publicado originalmente en Ojo en tinta, 16 de octubre, 2018.

“Escribir por cuarenta días, como la primera cosa que se hace al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre)”.

Insistencia del día de Víctor Quezada es el resultado de esa observación. Resultado, pero también continuación de una tarea, un camino, emprendido por otros. El mismo autor, que a partir de ahora es él y esos otros, lo advierte: “un libro que a lo sumo finge comenzar y terminar”.

Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para constatar la presencia de las cosas. Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para encontrar, a la hora en que el mundo duerme, el silencio necesario para instalar, no fuera sino dentro, la pregunta por la relación entre las cosas y su nombre.

“Entre yo –el que escribe– y la montaña descansa el deseo de escribir montaña”, anota Víctor Quezada en su diario abierto.

Y me parece que retoma la pregunta de los poetas que, influenciados por el budismo zen, salieron a los caminos para observar la relación entre el árbol y su nombre, la montaña, y su nombre, los pájaros y su nombre.

Es una trampa. El lenguaje es una trampa, dirá mientras recorre los senderos de Oku el maestro de los poetas caminantes.

Y en un escritorio que da a una ventana –les recuerdo que durante cuarenta días un poeta despierta, observa y escribe– la pregunta insiste:

“Un texto puede corresponder /como un gorrión/ a los representantes prototípicos de la categoría (los pássaros) pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible”, nos dice el autor de este diario.

Cómo se llama. El poeta japonés quiere saber su nombre.

“Nadie: me llamo Nadie”, responde Víctor Quezada desde esta otra orilla del tiempo.

El tiempo. Si despiertas y observas durante cuarenta días lo que escribes es el tiempo.

“La escritura avanza mientras caemos”, dice. Y Matsuo Bashō, Si Kongtu, poeta de la dinastía Tang, lo escuchan y asienten.

Pero siguen sin resolver el problema del lenguaje. El lenguaje es un trampa (árbol, montaña, pájaros ¿logran las palabras despertar eso que duerme en el interior de lo nombran? ¿logran las palabras ser eso que representan?) El símbolo es una trampa. El lenguaje es un trampa y ahí está Víctor Quezada, ahí están los poetas orientales, ahí estamos nosotros, entrampados.

Si Kongtu, es quien toma la palabra, desde su retiro del mundo, en el monte Hua, a fines del siglo IX. Veinticuatro son las categorías de la poesía y en el preludio de la categoría XVII, donde trata el asunto de Lo curvado y lo sinuoso, dice: “piensas que eres solo uno, ascendiendo, con tu propio esfuerzo, sin nadie, sin nada más. Pero te mueves con el mundo todo. Por eso te cuesta subir. Llevas el peso abstracto del mundo”.

El peso abstracto del mundo –lenguaje, símbolo, discurso– eso es lo que habrá que limpiar. Un poeta camina. Otro se retira al monte Hua. Y otro, durante cuarenta días escribe intentando separar la esencia del artificio, el ruido del canto, de modo que lo pesado retorne a su naturaleza leve.

Ya no se trata de lo que el poema es capaz de hacer con el lenguaje, ni siquiera de lo que el poema le hace al lenguaje, sino de como el poema es capaz de recordarnos una existencia anterior a los nombres.

En la categoría XXII titulada La distancia y la deriva, Si Kongtu, nos recuerda que lo que no puede ser atrapado, puede ser sin embargo, oído. Y Víctor Quezada, más de diez siglos después, le responde que hay una hora en que “el canto de los pájaros transporta el rumor de las cosas”, una hora en que “las cosas permanecen en sí mismas, se preparan para contener el sol”.

Hay un momento del día –el despertar de la mañana– en que todo alcanza su nitidez, un momento en que es posible reemplazar el símbolo por la correspondencia. “La línea que rodea el cuenco (de Santiago) es también la línea irremontable del ojo”, dice el diario abierto.

El paisaje que se ve por la ventana se replica en el interior del propio cuerpo. Durante cuarenta días despiertas, observas, escuchas, escribes. No se trata de lo que el poema hace con el lenguaje, o al revés, porque ya no se trata del poema –lo sabe Bashō, lo saben los poetas que se internaban en las montañas en busca del Tao– sino del acto de escribir.

A medida que las palabras retroceden y el espacio en blanco gana lugar en la página (que es también el paisaje que se ve por la ventana, el cielo de estos cuarenta días) escuchamos que desde la montaña se asoma por última vez la voz Kongtu: “lo más preciado se esconde ínfimo en la maleza y nadie se ha fijado, solo tú. Recoge cuanto puedas, cuanto se entregue y se ofrezca”.

“Una nube –pequeña, dorada– posada apenas sobre la línea de la montaña , anuncia la salida del sol”, dice el diario abierto en su última página.

Cuarenta días. Despertar, observar, escribir, es lo que se necesita para limpiar, reparar, zurcir, por un instante, el pacto con el lenguaje.

Cuarenta días para que ya no la palabra nube, sino la nube misma –pequeña y dorada– se detenga un minuto frente a la ventana.

Cuarenta días para dar cuenta ya no del problema del lenguaje, ya no del poema, ya no del propio nombre, sino del movimiento, el dinamismo continuo e interminable.

La nube.

La nube y luego, otra vez, el día, su insistencia.