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Publicado originalmente en La Estrella de Valparaíso, 21 de diciembre de 2016

Hace años después de un terrible accidente automovilístico, entré al box de urgencias y vi a mi padre en una camilla evitando llorar por el shock, le dije –te pareces al hombre elefante de David Lynch-, casi no podía distinguirlo por la fisonomía desfigurada y el quebranto, él rio. De algún modo, esa vez sentí la culpa intensa y vergonzosa: la miseria del hijo.
Rememoro esa sensación con “¿Cómo debe mi familia verme al llegar? ¿Qué cuerpo de qué hombre la mamá va a tener que estrechar en sus brazos” que aparece pronto en bulto, en el contexto de la muerte del papá del protagonista. En general todo el relato llega agudo muy temprano, los quiebres/clímax surgen de tanto en tanto desde la primera página, desde el primer párrafo, desde la primera oración, y así, átomo a átomo en el libro del antofagastino, Víctor Quezada.
No puedo hablar acerca de después de leer, sino que a medida de ir leyendo, sí, leyendo, el descalabrante diario abierto del mismo autor, disponible y liberado en la web, cuya extensión avanza transcurridos los días, que opté por bulto, a pesar de que dudé del formato del libro por tener rasgado el canto, pero la chance ya me pareció echada al leer el epígrafe en el que el escritor cita un extracto de la novela Frankenstein, ya bastante sugestionada estaba entonces con uno de los poemas epistolares del uruguayo Gustavo Escanlar, “de sabernos los monstruos de la peli / de sabernos los frankestein / aquellos cuyas debilidades harán huir a los demás”, como para desistir a la transacción.
El narrador y protagonista de la obra de Víctor, es Víctor, que a los treinta años no tiene “paquete” y está simbólicamente perdido en un Buenos Aires ventoso. La muerte de su padre es lo que lo hará armar una maleta para visitar la segunda región de Chile, que a esas alturas, no es más que un lejano punto de origine al que ya no pertenece. Entre medio Víctor parece un psicópata de hombres castrados, resultándole cómoda la empatía y la posibilidad de compartir técnicas de camuflaje ante la falta de un pene.
“Quiero leer tus más sucios garabatos secretos, / tu esperanza, / en su más obscena magnificencia” escribió Allen Ginsberg después de su visita a Perú en 1968 para Martín Adán, el mismo que como Víctor relata en bulto “… en sus últimos poemas, escribe la palabra pene” …supongo que Ginsberg se habría conmovido del mismo modo con la manera cruda de develarse del Víctor de Víctor Quezada, esa suerte de hombre-monstruo con el que nos sentimos acogidos a través de nuestros propios engendros intrínsecos al humano que somos.

Publicado originalmente en Letras.s5. Diciembre de 2016


Quiero ser feliz de una manera pequeña
“La casa de cartón” (1928), Martín Adán


En el prefacio a su novela El azul del cielo, escrita en 1935 y publicada en 1957, Bataille se sorprende de la incomprensión del fundamento de los relatos modernos, “[aquel] momento de rabia, [aquella] prueba sofocante, imposible” que le permite al escritor solo en ese instante, en esa brizna iluminar “la verdad múltiple de la vida, las posibilidades de la vida”. 

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Una prenda, un bulto es la seña del comienzo de una vida; la carta de un joven capitán desesperado, en la región de las brumas y la nieve, por la compañía de un amigo, por unos ojos que encuentren a los suyos.

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El escritor no está ciego a esas posibilidades excesivas, al testimonio de la muerte que abre la puerta a lo real; confundiendo las vidas de un doctor que no puede hacer de sus demonios una forma, de un poeta que no puede librarse del mar ni del recuerdo de su hermano muerto, y de un hombre solitario que no quiere desprenderse de sus heridas ni de su cuerpo informe y despreciable.

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bulto avanza, se desdobla una y otra vez, prolongando sus correspondencias en un habla sin “profundidad”, en un excurso sensible que suspende el sentido y el comentario del relato. Como si la anécdota del último sueño del padre, su apariencia de vida, se desvaneciera en los murmullos, los fragmentos de otra pérdida, del insoportable duelo de un cuerpo. Todo relato es una reconstrucción, una representación, un simulacro.

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<<Quiero este cuerpo que permanece a pesar de desprenderse, quiero este cuerpo que tengo a pesar de sus heridas, quiero amar este cuerpo y que este cuerpo sea amado por otro>>

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Anota y subraya Víctor [Quezada] en su ensayo “Dejar de escribir, salir del libro” (2014): “la escritura no puede colmar el anhelo de un relato y, por tanto, la escritura se concreta en formas breves, se dispersa en un movimiento sin más complejidad que la de la acumulación”.

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Quizás, la ausencia de un padre, la desaparición de una familia, la “mancha ciega y móvil [del castrado]” (Barthes), la extinción del deseo, conforme un campo, una estructura de la nostalgia que se hace conciencia, voluntad monstruosa. Quizás, los gestos del viejo en el bar de Retiro, sean parte de esa sentencia, de ese “momento de rabia” que franquea la promesa y el destino de la muerte: su póstuma escritura.

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Y al tiempo de la escritura corresponden los límites indeterminados de la conmoción, y a la vida un relato que no se puede colmar, y al deseo una tormenta de astillero.

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¿Cómo comienza una vida? ¿Cómo se cuenta una vida? ¿Cómo se lee una vida?

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“El río es la última frontera adonde van a recalar los excluidos y los suicidas” (Piglia).

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<<Es insoportable la permanencia de un cuerpo; adherido a los objetos que alguna vez formaron su presencia, se va desvaneciendo poco a poco hasta desaparecer por completo y, con él, las cosas que una vez amamos. Las marcas del uso se pierden, las manchas se limpian con el tiempo, pero todo continúa gastándose, sin cuerpo alguno>>

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Tal como en el campo simbólico de la castración proyectado por Barthes en su seminario sobre la novela breve Sarrasine de Balzac; en el que la figura del castrado deviene una tercera forma, una forma neutra, “que va y viene entre lo activo y lo pasivo: [que] castrado, castra”; el relato de una vida encuentra su forma, un cuerpo múltiple entre dos caminos, el de los fantasmas de escritura (la acedia, la morbidez y la muerte impostergable) y la Escritura como deseo, entre la descripción puntillosa de las acciones de los “hombres solitarios” y la narración de las percepciones de un cuerpo singular e impermanente.

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Las variaciones, pausas y movimientos de un cuerpo desvencijado amplían e intensifican la atestiguación fúnebre de los viejos del club náutico, hacia el “simulador” de la vida cotidiana, donde lo real se encuentra en las notaciones de un régimen quizás trivial, quizás insignificante. Lo real (de la escritura), el tiempo (de bulto) desvía su camino en el amor, la ternura por cuerpos, objetos que tienen como narración y como vida su decepción. Todo relato es una representación, una reconstrucción, un desfallecimiento.

 Gonzalo Geraldo Peláez

 

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Referencias

Barthes, Roland. S/Z. Trad. Nicolás Rosa. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004.
Quezada, Víctor. “Dejar de escribir, salir del libro” (2014). En:
  http://lacallepassy061.blogspot.cl/2014/03/dejar-de-escribir-salir-del-libro-o-la.html
Quezada, Víctor. bulto. Santiago: Libros del Perro Negro, 2016.