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Publicado originalmente en La Estrella de Valparaíso, 21 de diciembre de 2016

Hace años después de un terrible accidente automovilístico, entré al box de urgencias y vi a mi padre en una camilla evitando llorar por el shock, le dije –te pareces al hombre elefante de David Lynch-, casi no podía distinguirlo por la fisonomía desfigurada y el quebranto, él rio. De algún modo, esa vez sentí la culpa intensa y vergonzosa: la miseria del hijo.
Rememoro esa sensación con “¿Cómo debe mi familia verme al llegar? ¿Qué cuerpo de qué hombre la mamá va a tener que estrechar en sus brazos” que aparece pronto en bulto, en el contexto de la muerte del papá del protagonista. En general todo el relato llega agudo muy temprano, los quiebres/clímax surgen de tanto en tanto desde la primera página, desde el primer párrafo, desde la primera oración, y así, átomo a átomo en el libro del antofagastino, Víctor Quezada.
No puedo hablar acerca de después de leer, sino que a medida de ir leyendo, sí, leyendo, el descalabrante diario abierto del mismo autor, disponible y liberado en la web, cuya extensión avanza transcurridos los días, que opté por bulto, a pesar de que dudé del formato del libro por tener rasgado el canto, pero la chance ya me pareció echada al leer el epígrafe en el que el escritor cita un extracto de la novela Frankenstein, ya bastante sugestionada estaba entonces con uno de los poemas epistolares del uruguayo Gustavo Escanlar, “de sabernos los monstruos de la peli / de sabernos los frankestein / aquellos cuyas debilidades harán huir a los demás”, como para desistir a la transacción.
El narrador y protagonista de la obra de Víctor, es Víctor, que a los treinta años no tiene “paquete” y está simbólicamente perdido en un Buenos Aires ventoso. La muerte de su padre es lo que lo hará armar una maleta para visitar la segunda región de Chile, que a esas alturas, no es más que un lejano punto de origine al que ya no pertenece. Entre medio Víctor parece un psicópata de hombres castrados, resultándole cómoda la empatía y la posibilidad de compartir técnicas de camuflaje ante la falta de un pene.
“Quiero leer tus más sucios garabatos secretos, / tu esperanza, / en su más obscena magnificencia” escribió Allen Ginsberg después de su visita a Perú en 1968 para Martín Adán, el mismo que como Víctor relata en bulto “… en sus últimos poemas, escribe la palabra pene” …supongo que Ginsberg se habría conmovido del mismo modo con la manera cruda de develarse del Víctor de Víctor Quezada, esa suerte de hombre-monstruo con el que nos sentimos acogidos a través de nuestros propios engendros intrínsecos al humano que somos.

Publicado originalmente en Letras.s5. Diciembre de 2016


Quiero ser feliz de una manera pequeña
“La casa de cartón” (1928), Martín Adán


En el prefacio a su novela El azul del cielo, escrita en 1935 y publicada en 1957, Bataille se sorprende de la incomprensión del fundamento de los relatos modernos, “[aquel] momento de rabia, [aquella] prueba sofocante, imposible” que le permite al escritor solo en ese instante, en esa brizna iluminar “la verdad múltiple de la vida, las posibilidades de la vida”. 

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Una prenda, un bulto es la seña del comienzo de una vida; la carta de un joven capitán desesperado, en la región de las brumas y la nieve, por la compañía de un amigo, por unos ojos que encuentren a los suyos.

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El escritor no está ciego a esas posibilidades excesivas, al testimonio de la muerte que abre la puerta a lo real; confundiendo las vidas de un doctor que no puede hacer de sus demonios una forma, de un poeta que no puede librarse del mar ni del recuerdo de su hermano muerto, y de un hombre solitario que no quiere desprenderse de sus heridas ni de su cuerpo informe y despreciable.

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bulto avanza, se desdobla una y otra vez, prolongando sus correspondencias en un habla sin “profundidad”, en un excurso sensible que suspende el sentido y el comentario del relato. Como si la anécdota del último sueño del padre, su apariencia de vida, se desvaneciera en los murmullos, los fragmentos de otra pérdida, del insoportable duelo de un cuerpo. Todo relato es una reconstrucción, una representación, un simulacro.

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<<Quiero este cuerpo que permanece a pesar de desprenderse, quiero este cuerpo que tengo a pesar de sus heridas, quiero amar este cuerpo y que este cuerpo sea amado por otro>>

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Anota y subraya Víctor [Quezada] en su ensayo “Dejar de escribir, salir del libro” (2014): “la escritura no puede colmar el anhelo de un relato y, por tanto, la escritura se concreta en formas breves, se dispersa en un movimiento sin más complejidad que la de la acumulación”.

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Quizás, la ausencia de un padre, la desaparición de una familia, la “mancha ciega y móvil [del castrado]” (Barthes), la extinción del deseo, conforme un campo, una estructura de la nostalgia que se hace conciencia, voluntad monstruosa. Quizás, los gestos del viejo en el bar de Retiro, sean parte de esa sentencia, de ese “momento de rabia” que franquea la promesa y el destino de la muerte: su póstuma escritura.

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Y al tiempo de la escritura corresponden los límites indeterminados de la conmoción, y a la vida un relato que no se puede colmar, y al deseo una tormenta de astillero.

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¿Cómo comienza una vida? ¿Cómo se cuenta una vida? ¿Cómo se lee una vida?

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“El río es la última frontera adonde van a recalar los excluidos y los suicidas” (Piglia).

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<<Es insoportable la permanencia de un cuerpo; adherido a los objetos que alguna vez formaron su presencia, se va desvaneciendo poco a poco hasta desaparecer por completo y, con él, las cosas que una vez amamos. Las marcas del uso se pierden, las manchas se limpian con el tiempo, pero todo continúa gastándose, sin cuerpo alguno>>

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Tal como en el campo simbólico de la castración proyectado por Barthes en su seminario sobre la novela breve Sarrasine de Balzac; en el que la figura del castrado deviene una tercera forma, una forma neutra, “que va y viene entre lo activo y lo pasivo: [que] castrado, castra”; el relato de una vida encuentra su forma, un cuerpo múltiple entre dos caminos, el de los fantasmas de escritura (la acedia, la morbidez y la muerte impostergable) y la Escritura como deseo, entre la descripción puntillosa de las acciones de los “hombres solitarios” y la narración de las percepciones de un cuerpo singular e impermanente.

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Las variaciones, pausas y movimientos de un cuerpo desvencijado amplían e intensifican la atestiguación fúnebre de los viejos del club náutico, hacia el “simulador” de la vida cotidiana, donde lo real se encuentra en las notaciones de un régimen quizás trivial, quizás insignificante. Lo real (de la escritura), el tiempo (de bulto) desvía su camino en el amor, la ternura por cuerpos, objetos que tienen como narración y como vida su decepción. Todo relato es una representación, una reconstrucción, un desfallecimiento.

 Gonzalo Geraldo Peláez

 

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Referencias

Barthes, Roland. S/Z. Trad. Nicolás Rosa. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004.
Quezada, Víctor. “Dejar de escribir, salir del libro” (2014). En:
  http://lacallepassy061.blogspot.cl/2014/03/dejar-de-escribir-salir-del-libro-o-la.html
Quezada, Víctor. bulto. Santiago: Libros del Perro Negro, 2016.

Publicado originalmente en Revista Cinosargo. Noviembre de 2016

¿Por qué cuestionar? Siempre que leo algún ensayo llega esta pregunta. Creo que la duda es parte del esquema humano para sobrevivir. No lo sé, aún de esta suposición tengo dudas. Pueden ser también la simple necesidad de llevar la contra. Sin embargo, no puedo negar mi gusto por leer ensayos. Me hacen poner en jaque mis creencias, mis ideas; por ello agradezco cuando hay un texto que me obliga a reconsiderar el enfoque con el que observo el mundo.

* * *

Nietzsche, La Genealogía, La Historia de Michel Foucault. Los dos tienen cosas en común: la identidad, o por lo menos la necesidad de plantearse la identidad propia y confrontarla con un exterior. Otra cosa en común es la proyección que tienen de las cosas: toman un objeto mínimo y lo extrapolan para ver el otro lado de la moneda. Buscan darle un sentido a la imposibilidad de verdad única.

La genealogía no se opone a la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en relación a la mirada escrutadora del sabio; se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen» (Foucault, 1979)

Aun cuando Quezada busca en lugares distintos (una novela, películas, entrevistas a un director) llega al mismo punto: detalles que cambian la dirección univoca de la narración, ya sea histórica o ficticia. Una negativa humana a la teogonía.

***

Situación extraña o anómala. Cuando el acto creador aparece en la cotidianidad. Quezada encuentra vida, aromas y sabores en donde se ha previsto un acto creativo puro. ¿Hasta dónde el texto abarca la vida? ¿Hay vida en los textos, o sólo plantean una estructura metafísica, un arquetipo que aparenta la vida del día a día?

Los datos no son concluyentes, son referencias extrapoladas. Sin embargo, lo atraviesa la duda. El texto crea dudas razonables sobre lo que hay o lo que se percibe.

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Salir del libro es salir al encuentro de la oscuridad de lo humano, a su especificidad animal (Quezada, 2016). La frase tiene swing, invita a creer que hay una verdad. Aparece diáfana. Nos lleva a creer que hay una realidad en el texto y otra en la vida cotidiana. La dicotomía sale a la luz: lo espiritual contra lo carnal. No puedo olvidar el capítulo tercero de Stanislav Andreski, donde muestra como las palabras son tan importantes que pueden hacer creer a un feo que es guapo, a un grupo de personas que tiene poder sobre otras y, hasta, culturas completas que son inferiores. Las palabras, lo mismo señalan la verdad que engañan.

... se ha argüido que el Informe Kinsey contribuyó a propagar el adulterio, la promiscuidad y la perversión al revelar a aquellos que de otro modo podrían haber tratado de resistir a la tentación, que si sucumbían a ella se encontrarían menos solos de lo que habían pensado, así que no había razones para que se sintieran monstruos o proscritos (Andreski, 1973).

Entiendo que Quezada no está haciendo ciencia. Pero me lleva a pensar, a contrastar.

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Aquí, en un sentido, estoy siendo profético, ya que pronto descubrirán cómo son de hecho sus bromas. Luego, también tendrán la impresión, espero, de un país bastante duro, donde el tipo de historia que voy a contar puede entenderse como una broma (Borges, 2015).

Da como respuesta Borges, mientras revisa, línea por línea, un texto de ficción. Maldita sea, caí en el juego de Quezada. Juega con la verdad, con la ficción, con la veracidad. Broma o no, me ha llevado a una desviación, a un equívoco de lo que creo. He dudado otra vez.

***

Quezada habla de su truco de magia. Una imagen faltante. Siempre, en los tres primeros textos, falta una imagen. Un poco como las canciones de Daniel Jonhston: uno tiene la sensación de que la melodía está incompleta, cortada, sin embargo funciona perfectamente. Quezada apela a una panháptica (Del griego hapthaí: tacto, contacto.) en contra de una panóptica. Aspira a que aquellas letras nos lleven a sentir con el tacto y no la vista; Contacto sobre imagen. Pero usa la imagen para hablar de aquello que se intuye, aquello que se “siente” dentro del relato. Fundirse de nuevo con el todo (Bergson, 2006), como refiere Bergson a su concepto de intuición. Así las descripciones de Quezada sobre las películas, apelan a la sensación, al contacto de los otros sentidos sobre la vista.

Quezada me funde.

***

El último texto del libro me queda a deber. Es un panegírico. No lo comprendo. Mientras puedo dialogar, lidiar y hasta buscar comprender los anteriores, el último texto abruma por su necesidad de quemar incienso al sacerdote. ¿Qué tan válido es imponer una sola forma de ver el mundo, después de abrirlo a múltiples posiciones?

Me detengo y releo el texto.

No, no puedo con él. Siento que hay un compromiso, algo no concluyente y distinto a los primeros. Un texto para un santón del que no se duda. Un sahumerio para el difunto.

Siento que me quedé al borde de la mesa. Como con los buenos amigos, los libros de ensayos son para discutir acalorado al lado de una cerveza o un buen trago. Puede ser que no tengamos cosas en común, algunas sí otras no, el diálogo da la sensación de no estar solo. Los ensayos son para gente que no está sola y tiene lo suficiente como para poner su pensamiento en el cadalso.


Francisco Rangel

Publicado originalmente en Dos Disparos. 3 de noviembre de 2016 

Desde el título, el libro de Víctor indica un sentido: contra el origen obliga a pensar otra búsqueda subyacente en los modos de la escritura que transitan el libro. Elijo otro término, comenzar, pero todo comienzo es un recomienzo, aunque lejos del modo de una restauración, o la simple imitación de la supuesta grandeza del origen. Tal vez se trate de sostener, en un tono menor, que no hay comienzo sin herencia: allí aparece la brecha entre la imagen absorbente del origen, contra una articulación frágil del comienzo, del recomenzar, una y otra vez. 
La palabra del ensayo es precisamente aquella. Distanciado de la frialdad de una ciencia que toma a la literatura como su objeto, el ensayo buscaría pensar, precisamente, aquel comienzo contra el origen: su horizonte se define como una suerte de testimonio del acontecimiento de la lectura. 
A lo largo de estos ensayos, aparece una y otra vez el dictum de Althusser según el cual, puesto que no hay lecturas inocentes, debemos confesar de qué lecturas somos culpables. Allí el ensayo se torna una especie de autobiografía; en el sentido de exponer las lecturas que dan cuenta de un mundo, lecturas que vuelven a aparecer, no como la reescritura de un libro, sino como la instancia de aparición, comunicable, política, de aquellos textos: la conjunción de todos aquellos momentos en que la lectura “me hizo levantar la cabeza”, como en alguna parte escribe Barthes. 
La reflexión sobre el comienzo se pone en juego en una suerte de magia dialéctica: no se trata de identificar la guía del progreso, sino de situarse en las digresiones, regresiones y las inevitables repeticiones que toda lectura trae aparejada como ejercicio interpretativo, para encontrar allí la posibilidad del ensayo, el módico coraje de arriesgarse al indefectible error. 
“El ensayo –escribe Foucault– hay que entenderlo como un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como apropiación simplificadora de otros”. 
Se trata, más bien, de una lectura que actualiza la escritura, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpetuo de la enunciación, del testimonio de la lectura, ahora vertido al texto. 
Ensayista es el que sabe que nunca escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su escritura es la que permite también que se escriba –que se inscriba– el autor con el cual “ensaya”. Para un ensayista, leer no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea escrito, “aparezca”. 
La trasposición es, en este sentido, potencialmente, una interpretación crítica de los textos que creíamos de origen, a los que creíamos que ya no podíamos arrancarles otro sentido que el original. 
Se trata en estos ensayos reunidos de entender esta trasposición como una inmersión en el campo de fuerzas, como una interpretación que produce al texto en tanto campo de fuerzas envueltas en una lucha interminable y, en principio, indeterminada por el orden supuestamente cerrado de la filiación de origen. Esa es, en definitiva, su dimensión profundamente política. 
En lo que nos concierne a nosotros de manera más inmediata –a saber, la cuestión de las estrategias de interpretación crítica bajo cuya lógica podemos pensar el trabajo de trasposición–; no se trata en esa lectura de encontrar una verdad absoluta detrás de la letra, sino como el síntoma de una verdad que está siempre construyéndose, que es una construcción siempre re-comenzada de la producción textual. 
Es un trabajo, en fin, que se hace cargo de la dimensión de conflicto implicada en la lucha por el sentido, de la incertidumbre del malentendido constitutiva de ese hiato irreductible que se abre en la tensión de lo comunicable y lo incomunicable. 
Es, por supuesto, la posición incierta del comienzo, sin posibilidad de remisión ni de esperanzas en un origen para tranquilizarnos. Es, con seguridad, la vía más difícil. Pero también, probablemente, una vía más alegre.

Publicado originalmente en Las Últimas Noticias. 28 de octubre de 2016


La imagen de portada y el título del libro se alejan de cualquier eufemismo; sin embargo, el relato toma el camino distinto, el de la contención. Víctor Quezada confronta al protagonista y narrador con el desarraigo, la crisis familiar e identidad de género. Bulto, a secas, sin artículo masculino, es la historia de un condenado cuya única y última posesión es su cuerpo amputado.

Es el año 2013 y ha muerto el padre de Víctor, chileno avecindado en Buenos Aires. Este suceso detonará su pronto regreso al país de origen, la confrontación con su familia y lo que denomina “su vergüenza” o su culpa, que condiciona el actuar del personaje. Toda la anécdota transcurrirá en ese tiempo intenso y conflictivo previo a un viaje que podría definir demasiadas cosas.

El libro se abre con este enunciado lapidario: “Llegué a los treinta años sin pene”. Luego prefigura su muerte en un futuro en el que “los espacios públicos estarán completamente vedados a la práctica del amor, el contrabando y la disidencia”. Citas que resumen dos aspectos centrales del volumen. El cuerpo incompleto, mutilado, marca el relato con la anomalía y experiencia de una condición sexual concebida desde la falta, a lo que hay que sumar un presente-futuro sumido en el acoso y la represión.

Aunque parezca extraño, el personaje no manifiesta resentimiento hacia su cuerpo, volcándose hacia el autocuidado y la convivencia afectuosa con él: “quiero este cuerpo que tengo a pesar de sus heridas”. En contrapunto, la relación con el afuera se sostiene en aparentar que no hay falta. Para ello, Víctor ejecuta un ritual, rellena con algodón y sal un preservativo, fabrica su propio bulto, como un aterrador modo de adecuación al mundo.

Por momentos pareciera que Víctor estuviera a punto de sucumbir bajo el peso de lo patriarcal, pero logra sacudirse por medio de un engaño, ficcionando la masculinidad en su cara más superficial. Así, la simulación es la derrota, pero a la vez una posibilidad de un acto creativo, que pueda ser expuesto y legitimado en lo público. Arrinconado, pero intentando autoconstruirse, Víctor transita por la orilla del río para flirtear, desde la timidez, con hombres mayores de apariencia adinerada.

Quezada escenifica un combate irresoluto en el personaje, tensionado por la presión de la ley que lo incita a internalizar la culpa, la duda, la desposesión casi total. Aun así, dice: “mi casa es mi cuerpo; mi cuerpo, mi nave”. Resuena Andrés Caicedo en esta cita y su idea del cuerpo como celda; sin embargo, Víctor avanza hacia su autodeterminación, tomando el camino de identificarse con un colectivo marginalizado: “en la calle nos sentimos seguros, en los callejones, en los puntos ciegos de la ciudad […] en la economía de los basureros levantamos nuestra casa”.

Bulto es un relato compacto y preciso en sus expansiones líricas, con énfasis en el uso de una mirada microscópica, que se acomoda muy bien con la agitada hiperestesia del protagonista; por lo mismo, rechaza las estructuras complejas y los enfoques caóticos. La cercanía permite acortar la distancia lo suficiente como para poder intentar comprender al personaje y sus dolorosos puntos ciegos, donde proliferan las ensoñaciones de carácter místico. Nada sobra en esta brevísima narración, centrada al interior de la comunidad de los mutilados, combatientes derrotados, a los que sólo les queda sobrevivir en un doble y trágico movimiento, cuidando celosamente de sí mismos y disimulando con empeño su diferencia.

Patricia Espinosa

Publicado originalmente en Letras.s5. 29 de agosto de 2016

Contra el origen reúne cuatro ensayos, tres de ellos publicados con anterioridad a esta edición y uno inédito. Es imposible abordar aquí la cantidad de problemas y escrituras que sirven de material para la urdimbre de este libro. Me concentraré en los dos primeros ensayos que contienen, a mi parecer, elementos para situar la forma en que este libro hace crítica, sus coordenadas de desplazamiento. Notas, apuntes, en sintonía con el registro propuesto por este mismo libro.

Contra el origen es el título del libro y también del texto que le da inicio. Entonces cabe la pregunta: cuál origen, qué origen, Una pregunta planteada en las palabras que inauguran el texto: ¿Cómo comenzar? Muchas veces nos enfrentamos al dilema de encontrar las palabras precisas que abran el texto, así como se abren los ojos al paisaje o el obturador a la luz. El origen del texto como ese abrir de los ojos o del lente de la cámara. Como el enfrentamiento directo de la mirada con la sucesión imprevisible de las imágenes. Su flujo continuo, ininterrumpido, imposible de fijar.

Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representable, escribe Quezada. Manifestarse contra el origen. Escribir y leer contra la idea de que un texto, para ser entendible, debe fundamentarse, tener un fundamento, una base sobre la cual sostenerse. En el ámbito crítico, ese fundamento suele ser la adscripción, más o menos explícita, a determinados paradigmas o marcos teóricos. Los textos críticos suelen ser así aplicaciones de la teoría, lecturas sesgadas desde el inicio por el uso de cierta forma de leer cuyo campo de visión está predeterminado.

Lo mismo ocurre con las formas narrativas, por supuesto. La novela, el cine. En ellas también funciona lo que Víctor Quezada llama aquí la aporía de la idea de un evento originario, pleno en su consecución de una inteligibilidad que orienta el movimientnarrativo. Sin embargo, también hay escrituras que han sido construidas contra esa aporía, contra el origen. En el texto, sirven de ejemplo dos escrituras, una literaria, la otra cinematográfica. La narrativa de Macedonio Fernández y el cine de Raúl Ruiz. 

Abrir una novela es abrir una ventana hacia la vida. La parodia en Macedonio de este clásico comienzo de la novela naturalista opone a la ideología del realismo la aporía del inicio, la opacidad, la oclusión, el momento en el que el lente se obtura impidiendo el paso de la luz y hace del origen referible un inicio (infinitamente) diferido. En este sentido, la novela es imposible. Me parece que la referencia a El Museo de la novela de la Eterna es muy pertinente. Un libro contra el origen que incluye una cincuentena de prólogos e introducciones que parecen querer diferir, dilatar, demorar continuamente su inicio. Una novela que no empieza nunca. Que acumula comienzos que se superponen unos a otros hasta borrar toda posibilidad de reconstituir en la lectura un origen claramente establecido.  Una novela como un campo magnético o un sistema dinámico que funciona en base a tensiones y cuyos límites son móviles, nunca bien precisables. Una novela imposible, como escribe Quezada. Toda la literatura de Macedonio Fernández, esa metáfora de la literatura argentina como dice Piglia, podría leerse como una literatura no solo contra el origen sino también contra todo fin o destino. Una Continuación de la nada como reza uno de sus títulos.

La referencia a Raúl Ruiz, a los principios constructivos de su lenguaje cinematográfico, va por el mismo lado. En este caso, la escritura contra el origen está en la resistencia a la convención narrativa del conflicto central. Escribe al respecto Quezada: Frente a la teoría del conflicto central, Ruiz propone la concatenación de microacciones que dispersan la dirección única, el sentido preestablecido que marca el camino de la decisión, de la puesta en paradigma. Microacciones que desestabilizan la teoría del conflicto central. Microacciones que dispersan la dirección única. Desde el punto de vista del cine de entretención, en las películas de Ruiz no pasa nada o casi nada. No hay una trama y unos personajes protagónicos o secundarios cuyo antagonismo articule la narración. Quezada citando a Ruiz: se nos dice que nuestro papel consiste en llenar dos horas de la vida de unos cuantos millones de espectadores y en asegurarnos de que no se aburran. Por el contrario, el cine de Ruiz reivindica el aburrimiento. Como escribe en Poética del CineSi propongo esta modesta defensa del aburrimiento, es justamente porque las películas que me interesan provocan a veces algo parecido. Digamos que poseen una elevada calidad del aburrimiento Más que un cine de acción, en vez de contar una historia, quiere ofrecer al espectador una experiencia relacionada con el lenguaje y el tiempo. Contra el cine reducido a un mero pasatiempo, Ruiz busca provocar en el espectador eso que llama una elevada calidad del aburrimiento.

Finalmente, me gustaría referirme brevemente a un aspecto desarrollado en el segundo ensayo: Dejar de escribir, salir del libro. Escribe Quezada: He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación; decidí entregarme a la lectura de ciertos libros y, a partir de ella, anotar, subrayar, y no traicionar esas anotaciones con la arrogancia de la articulación del texto crítico. Decidí emprender la tarea de anotar el presente. Notas, apuntes, registros de ciertos momentos en la vida y en la lectura. Anotaciones contra la arrogancia de la articulación del texto crítico. Esto último me parece importante. La opción por un texto fragmentario,  construido en base al montaje de pequeñas piezas que en conjunto dibujan un ámbito literario y estético. Me parece que esta opción formal también encierra una decisión política y, si se quiere, ética.

Elegir una forma implica la elección de una manera de entender el mundo, escribe el autor recordando a Barthes. La elección de la forma de este libro, el cuaderno de apuntes, la libreta de notas, implica también una forma de comprender el ejercicio crítico. No es solo contra el origen que está escrito este libro. También contra cierta crítica. Aquélla que se presenta a sí misma como un método de interpretación capaz de agotar los sentidos de un texto. Aquélla que se entiende a sí misma como una posición de autoridad, un sistema que opera sobre la base de jerarquizaciones y clausuras. Este libro fue escrito contra esa arrogancia. En esa oposición, radica el posible desarrollo de una crítica de signo contrario. Una que se entienda a sí misma como experiencia de comprensión y libertad creativa.  Que trabaje, contra la arrogancia, desde esa exigencia personal y política.


Jaime Pinos
4ª Feria del Libro Independiente de Valparaíso, agosto de 2016

Publicado originalmente en Letrass5
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14

En una entrevista que concedió a la BBC, a media­dos de los ochenta, Francis Bacon le atribuye a la casualidad un rol decisivo tanto en el proceso de su vida como en el de su obra y reconoce varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía: representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). El énfasis puesto en los valores del hallazgo, el fraca­so y la insistencia, como principios constructivos del relato autobiográfico, nos lleva a pensar que la narra­ción o el registro de una historia personal solo pue­den transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos, sensación de posibilidad–, cuando la con­versación o la escritura que la tienen en cuenta pro­fundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de “indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de “destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se termi­nan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas paradigmáticas que lo único que pueden trans­mitir, más acá de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
En esas ficciones moralizadoras de la vida como destino en cumplimiento, es la superstición de un origen simple (una presencia originaria de la que se derivaría todo un desarrollo, orientado hacia un fin) lo que despeña la función de principio constructivo. De allí la necesidad de manifestarse contra el origen, según propone Víctor Quezada desde el título de su libro. Esta consigna, de inspiración ética y alcances micropolíticos, expresa el deseo de que las formas artísticas se conviertan, por la lectura, la escucha o la contemplación, no tanto en una ventana abierta a la vida, como en un proceso viviente. Un proceso esencialmente rítmico, en el que se alternan impul­sos heterogéneos, pautado por interrupciones y reco­mienzos circunstanciales. Ya en las primeras páginas, Quezada propone una imagen fascinante de lo vi­viente como proceso indeterminado, remitiéndonos a la lógica narrativa del Museo de la novela de la Eter­na, el experimento de Macedonio Fernández: una serie ininterrumpida de prólogos que de pronto se interrumpe. Esta sería la auténtica forma del libro de la vida, una en la que cada comienzo repite y anticipa la falta de origen, en el sentido de la experimentación con posibilidades inciertas.
Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representa­ble. Quezada descubre una efectuación de esta micropolítica disuasoria en la defensa del aburrimiento que alguna vez propuso Raúl Ruiz. Si el entreteni­miento depende de la disposición a dejarse condu­cir por el desarrollo de una trama significativa, que va actualizando las intrigas de un conflicto central, aburrirse podría ser una condición para palpar, en el goce de lo insignificante, la intensidad de otros mo­dos de vida, los que tienen que ver con la dispersión y el desprendimiento de la lógica de las alternativas paradigmáticas. Quizá nadie reflexionó con tanta in­sistencia y lucidez sobre las posibilidades de vida que se abren a partir de la neutralización de los conflictos como Roland Barthes. En un ensayo que sorprende por la madurez de su perspectiva, Quezada recorre la obra del crítico francés, siguiendo los puntos en los que convergen el impulso autobiográfico con el re­pliegue conceptual, para mostrar cómo el sinsentido de la muerte (la figura más radical de la ausencia de origen) es capaz de darle sentido y fuerza a la vida de quienes se asumen como sobrevivientes.
Como en La cámara lúcida o el Diario de duelo bar­thesianos, en algunos libros de la reciente poesía chi­lena que toman la forma de diarios o cuadernos de apuntes, la escritura de lo íntimo busca configurar la experiencia subjetiva en momentos de crisis a través de la figura del éxtasis, el salto impersonal fuera de sí mismo. Así estos versos de Alejandra del Río, to­mados de Llaves del pensamiento cautivo:

En noches proverbiales
Noches en que el alma se arroja al centro de sí misma
Una mano no tiembla al escribir.

Esa mano, advierte Quezada, “no pertenece a nin­gún cuerpo o tiempo identificables, pareciera actuar por sí misma”, pero su impersonalidad concierne a lo intransferible de una subjetividad asediada por los emblemas de la época: es suya, aunque no le perte­nezca, como los recuerdos o los sueños, como cual­quier gesto enunciativo. Es cuestión de devenir-otro, como dice el lugar común deleuzeano, de descubrir­se extraño en el corazón de lo familiar. El alma que se precipita al centro de sí misma –es uno de los riesgos de escribir bajo la fascinación de lo desconocido– ex­perimenta, en su íntima exterioridad, el descentra­miento de una existencia desprendida de cualquier certidumbre acerca de su origen: las inquietudes y las venturas del tránsito por el borde externo de los márgenes de la Cultura.
También en los dominios de la ética, y no solo en los de la moral, cuando se trata de programas artís­ticos, los únicos compromisos válidos son los de la forma. Por eso Quezada vincula el deseo de estar en movimiento, que es el deseo de una existencia des­prendida de la sujeción a cualquier instancia que se arrogue el lugar de origen, la función de causa, con una práctica retórica específica: la notación del presen­te. El registro sutil de lo que despunta sin darse del todo, bajo la apariencia trivial y misteriosa de un pre­sente sin presencia, suspende el desarrollo e impone, sin imponer nada, otra perspectiva temporal, la de lo inminente. El tiempo paradójico de lo que adviene sin posibilidades de realización es el de los gestos in­timistas de la reciente poesía chilena, pero también el de la aparición de algunas imágenes cinematográ­ficas, las llamadas imágenes operativas, que interrum­pen y desarticulan el flujo ilusorio de lo representado y dejan ver, como invisible, la discontinuidad inhe­rente a cualquier proceso. Es también el tiempo que corteja la escritura del ensayo, el de las tentativas de Quezada por configurar sus experiencias como lector y espectador contemporáneo, cuando apuesta por el fragmento y la notación circunstancial para desbara­tar “la arrogancia de la articulación del texto crítico”.

Alberto Giordano
Rosario, junio de 2016.

Publicado oriinalmente en Ojo en tinta. 13 de junio de 2016


El día del lanzamiento de la antología Imagen y semejanza, el pasado 19 de mayo, Germán Carrasco abrió su lectura con el poema que da inicio a Mantra de remos, libro que recién había sido publicado un par de semanas antes. Me gustaría comenzar ahora recordando ese poema pues me parece que cierta cualidad, transversal al trabajo poético de Carrasco, se actualiza aquí: una manera singular de enfrentarse a la poesía con frescura siempre renovada, de entender el texto poético en su innegable vinculación con otros textos propios y ajenos y la actitud ética y reflexiva frente al trabajo poético:


Jamás me afilié a un grupo
de repartición –tan jóvenes y ya en eso–.
Leí a los vecinos para salir de la isla:
no basta con hablar otro dialecto

sino sentir el mantra de los remos
sin despreciar la palabra local
ni despreciar a hermanos mayores
ni ignorar a hermanos menores.

Estos versos parecen incorporar una nueva “actitud” a la obra del poeta, una “disposición” nueva que se viene a añadir al conjunto de procedimientos que han sido identificados por la crítica como propios de su poética, un sutil giro enunciativo por el que la experiencia de la lectura y la escritura parecen exponerse de manera simple, develando, por otro lado, la compleja concepción de la espiritualidad del trabajo.

En Imagen y semejanza, antología que recorre la poesía de Carrasco desde su segundo libro, La insidia del sol sobre las cosas (1997), hasta Mantra de remos (2016), se podrá encontrar la exposición de los resultados de ese trabajo que reflexiona sobre sí mismo a través de: variaciones que recomponen versos, los estilizan y sintetizan; referencias múltiples, ironías y alusiones que abren un horizonte de receptores diversos y, al mismo tiempo, logran descentrar la particularidad de los poemas; el montaje de hablas que pugna por la desjerarquización de la lengua y sus instituciones, etc., en esta antología se expone un proyecto que se abre al uso libre de signos e imágenes con los que, como poetas y lectores, podemos identificarnos.

Dijimos, hay una persistente cualidad que atraviesa la obra de Carrasco, pero sobre ella, ahora, parece emerger otra: el proceso mismo de construcción de un lenguaje que –como lo muestran los versos citados en un comienzo– no desprecia las voces de los mayores ni ignora las de poetas más jóvenes: un canto que se bracea y murmura mientras se navega por el mar de los dialectos, poemas a través de los que podemos relacionarnos y que  pertenecen de tal modo a nuestra manera de entender la poesía que nos asaltan ya como recuerdos.

En el lanzamiento de Imagen y semejanza, Germán Carrasco cerró su lectura con el poema “Porque tanto depende”, publicado originalmente en Ruda (2010), antes de que los aplausos cerrasen la noche con un respeto y admiración merecidos, me encontré a mí mismo, junto al poeta, recitando al mismo tiempo estos últimos versos:

lo que importa es el movimiento te digo
mientras la camisa gotea en un cordel
como exhausta bandera de rendición.

Víctor Quezada