Publicado originalmente en Vallejo & Co. 14 de mayo de 2019
*
No es fácil aventurarse en el diseño de un eventual mapa que todavía no sabemos hacia dónde nos llevará. Quizás hacia ninguna parte por ahora, salvo por los gestos (poemas) que van encadenando una serie de señas que remiten hacia ellos mismos tal como esas luces intermitentes que se distinguen borrosas en la noche de un mar oscuro.
*
Concluido bajo el peso de la evidencia ese ímpetu de pretendido cariz épico y fundacional de una parte no menor de cierta poesía “joven” chilena de a principios de 2000, como asimismo el vaciamiento definitivo en torno a esa querella entre inquisitorial, artificiosa y risible por las exigencias sociopolíticas a lo que alguna vez se llamó “poesía de los 90”, el umbral del Bicentenario, las movilizaciones sociales de 2011 y el socavamiento de los “grandes discursos institucionales” tanto en lo político, religioso y valórico, todo ello muy probablemente nos hacía entrar como lectores (tanto de los hechos como de los poemas) a un ámbito enrarecido y difuso que, hasta hoy, nos hace sentir que muchas cosas se han volatizado. Quizás de manera muy concreta en el cotidiano, en la calle, en el aula, en la familia, en las redes sociales, muchos apreciamos que la “postmodernidad” -o lo que fuera- ya no era un concepto privativo de filósofos y sociólogos franceses de los 80 y 90 y, por ende, de sus eventuales y aventajados aprendices y seguidores universitarios. Para nada. Tal vez a partir de 2010 y durante toda esta década a punto de concluir, hemos entrado de frentón a la ansiada “modernidad”, algo desfasados eso sí, pues toda conceptualidad ahí concentrada sin duda ha estallado por los aires. Pero en esta ocasión no lo veíamos en una pantalla, solamente: lo palpábamos -y seguimos palpando- en las conversaciones, en el murmullo cotidiano, en los discursos e imágenes urbi et orbi que nos dejan callados y pensativos, azorados y ansiosos.
*
No creo que exista necesariamente una relación causal entre una época y su producción artística. En este caso, poética. La causalidad me hace pensar que la pretendida idea (o superstición más bien) de que la acción que vemos en lo social, debe, puede y necesita ser “reflejada” en un texto, una escritura de tal o cuales características, en una especie de conjuro que nos permita pensar fantasmagóricamente que no hay disociación entre lenguaje y acción es, por lo menos, una quimera. En este caso, entre el poema y lo real (o social dirían otros, en lo “político” los más enjundiosos y nostálgicos). Pero tal vez en esta década que se nos está acabando a una velocidad espeluznante, aún no calibramos la representación que nos hacemos respecto del tiempo que nos sacude en su intensidad alucinatoria y el tempo que el poema posee respecto de sí mismo y de las palabras que ha invocado para hacerse cargo de su propio peso. Si leyera varios de los poemas que en esta década se han escrito por los así llamados “poetas jóvenes” chilenos, sin duda emergería un florilegio que hace de la dificultad su contraseña.
*
Acá estoy tratando de pensar la palabra “dificultad” en diversos niveles: por un lado como la opacidad que la textualidad del poema ofrece en una no-resolución de sus conflictos aún visibles respecto de la mímesis en lo que llamaría de modo muy provisional tensión referencial como, por otro lado, la disolución de la experiencia pragmática de aprehender el lenguaje como un sistema semántico, constituido lexicográficamente y organizado gramaticalmente y que menta su propia impenetrabilidad e indecibilidad en cuanto sentido. En tercer término, en lo que implica lo que alguna vez Paul de Man denominó como “ceguera” y que, en este caso, significaría la constatación abismal de una conciencia que vuelve al texto mismo un sistema complejo de figuras. No obstante lo recién dicho no pretendo dar con estas escuetas pseudo-aseveraciones pasto seco a una pretendida teorización vacía. Más bien pienso (leo) esta múltiple noción de dificultad referida a una serie de poemas de un puñado de poetas que aún podríamos calificar de jóvenes (nacidos todos en la década de los 80 del siglo recién pasado) y que de alguna forma son felices y afortunados sobrevivientes del naufragio de las querellas enunciadas más arriba. En un arco que va desde lo escrito por Víctor López (1982) y Rodrigo Arroyo (1981), pasando por Julieta Marchant (1985) y Diego Alfaro (1984) hasta llegar a ciertos poemas de Lucas Costa (1988) y Cristian Foerster (1988), entre otros, puede tal vez articularse un modo o manera de elaborar poéticamente la duda ante la transparencia discursiva que desemboca en la siempre recurrente necesidad de una poesía temática y que vuelve una y otra vez por sus fueros. En estos poetas, en parte más bien de sus escrituras -no en su totalidad, pues la mayoría de ellos efectúan un work in progress que inhabilita juicios totalizantes- es posible hallar de alguna forma esos diversos niveles de “dificultad” en lo que implica vérselas con el poema como fenómeno complejo abandonada toda pretensión idealista de imaginar la identidad como algo dado. En ese sentido esta sensibilidad que es posible rastrear en las diversas estrategias retóricas que asumen los poemas de estos jóvenes autores, mentan una no menor autoconciencia escritural al borde del delirio solipsista o incluso de su autoanulación, pero también como evidencia de la rotura de la romantización de lo que implica la poesía como discurso contenidista.
*
En el movedizo magma que es la poesía chilena actual y donde, como lector, identifico las señas recién descritas (y que podrían complementarse perfectamente con varias otras menos unívocas), creo que Insistencia del día de Víctor Quezada (1983) viene a confirmar algo por partida doble: por un lado la razón de obra que Quezada viene haciendo desde principios de 2000 y que recala después de una serie de textos diversos, en este libro; como por otro lado, en el eventual lugar donde su escritura se ha ido articulando respecto de sus coetáneos y de sí misma. Ahora bien, lo que me interesa leer en Quezada es la persistencia de un modo: no en el sentido de estilo o algo semejante, si no en lo que significa hacer de la “dificultad” un motor que moviliza la escritura en tanto reinvención exploratoria de sus propios recursos. En esto Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018) no es un libro que de improviso surja como una especie de excepción. Al contrario, me parece que desde el primerizo Veinte (2004), pasando por Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), amén de otros ámbitos escriturales de difícil caracterización y fecundos en su ansia de exploración escritural, tales como Compost (2013) y Bulto (2016), Quezada va una y otra vez inventando sus propias imposibilidades, sus propias dificultades que, en cierta forma, son el diseño de sus propios límites -oxímoron feliz en todo caso: nada más abierto que el gesto escritural de Quezada menos hacia la disolución de formas que hacia la asunción de la escritura como una especie de ejercicio que taladra la invisible y a la vez monolítica pared del sentido-, es decir, el otorgamiento de su propia norma que trata de practicar una verdadera operación de disección de sus propios mecanismos poéticos en la medida que son articulados en el necesario enfrentamiento con aquello que antaño llamábamos mundo, realidad y que al constatar su disolución (y desilusión) revierte en salto mortal hacia la configuración de esa dificultad que la posibilita retóricamente. Pero esto, Quezada no lo asume por supuesto de modo unívoco. Dicho en otros términos: cada uno de sus libros palpa el intersticio con un nuevo tacto, en donde lo nuevo no es la superstición de la superación progresiva, sino más bien la aliteración de los recursos agotados que el mismo lenguaje posee al constituirse como poema. ¿Una poesía del cansancio?, ¿una poesía del desgaste? No lo creo, más bien, una poesía que hace de su propio vaciamiento, tensión de su fractura y constatación de sí misma.
*
Dicho eso, si volvemos la mirada a Insistencia del día, encontraremos que su organización triádica es sugestiva. La “tentatio” de un diseño dialéctico es sólo aparente, pues ninguna tesis es rastreable como singularidad de su planteamiento. Esa organización tal vez obedece a otra cosa: a la paulatina dislocación que el lenguaje va poseyendo en su disposición mientras el ejercicio lector intenta, en medio del marasmo, constituir alguna especificidad, cosa ésta que, al parecer, se ha volatizado.
Las tres secciones de Insistencia del día son: “cielos de la ciudad extranjera”, “deriva” y “cuarenta días”. De cada una de ellas, me parece que sólo la primera obedece a la noción clásica de una agrupación de poemas bajo el alero de sus respectivos títulos. La segunda sección, “deriva”, es un texto de largo aliento que ocupa el cuerpo central del libro y como veremos a continuación es una singular manera que posee la dificultad para hacerse escritura configurándose como “poema extenso”. Finalmente, “cuarenta días” lo leo como una sección donde la disolución asume un cariz aforístico y aún un tono sentencioso.
*
La ciudad ha sido desde hace ya casi cuarenta años un “locus amoenus” muy solicitado por la poesía chilena. Sus variaciones últimas pueden ser rastreadas, en lo más fundamental, en la poesía de Germán Carrasco o Andrés Anwandter y en ciertos recovecos de varios poemas de Víctor López, Gladys González y Rodrigo Arroyo entre los más cercanos a mi memoria lectora. Las referencias a Lihn, Harris, Hernández y Millán son, sin duda, referencias vueltas acervo cultural inequívoco, son ya “tradición” por decirlo de algún modo y, ante eso, ¿qué decir, qué nuevo espacio habitar poéticamente? Sin duda la ciudad que poetizan todos los autores recién nombrados, no es la misma: sus descripciones, sus obsesiones, sus pasadizos y sus pesadillas no son las mismas, a pesar de tener cada uno sus peculiaridades bastante reconocibles. El espacio urbano ha irrumpido con fuerza en la poesía chilena de los últimos cuarenta años como para pasar desapercibido. Es así que la ciudad no es una anécdota, ni un mero paisaje; ha devenido una configuración de la experiencia -o de su destrucción- con un brío que siempre bordea el límite del espasmo retórico, volviéndose, simultáneamente, correlato de las percepciones del sujeto que en el poema va enunciando sus diversos avatares. En la primera sección de Insistencia del día, Quezada nos muestra el espacio que el sujeto que enuncia va configurando mientras es posible ver cómo se desplaza. No como un flâneur decimonónico que entra extasiado en los rincones más movedizos de una experiencia electrizante, más bien como un sujeto descentrado que no vagabundea, sino que padece una especie de autoconciencia de su exclusión: un sujeto errante, un “extranjero” que no es de “acá”:
los libros –como las ciudades–
no comienzan ni terminan
a lo sumo fingen comenzar y terminar o
todo es diferente bajo el sol
aunque cada cosa esté en otra a su manera (puede ser)
……………………..y de manera distinta
……………………..de cómo está en sí misma
Lo inabarcable de ese vagabundeo no es la constatación del espacio físico, sino la inconmensurable cualidad analógica de establecer relaciones entre la ciudad y el libro. Eso implica varias cosas que nos obligan a meditar o leer con detenimiento. No estamos ante una descripción cuasinaturalista de un eventual referente, sino en presencia de la invención de un espacio simbólico que tiene a la textualidad como su sustrato. En ese sentido, la búsqueda del sujeto que va acá, deambulando, no es la irrisoria denuncia de la precariedad, sino la extrañeza que advierte entre los espacios imaginarios que permiten aunar poema, ciudad y libro. Acá “leer” es desplazarse, dentro de un “libro” que a su vez es una ciudad, que a su vez es una “ciudad extranjera”, que a su vez, es una fantasmagoría alejada de todo resabio de pretensión mimética:
por los vitrales de estas altas iglesias
de donde los solitarios saltan en busca de la tarde
………………………(dios mío
……………………..de dónde sale
……………………..tanta gente solitaria)
estrellas fugaces que cruzan estos cielos verticales
remedos del sol carros de fuego despeda-
……………………..…………………………………….zados en miles de
……………………..……………………………………..hogueras por el asfalto
En el transitar de la poesía de Quezada, el sujeto no es ajeno a la propia existencia de la escritura: su “ajenidad” -perdonando el barbarismo- es auto-concebirse como un “texto” más que va a la deriva en un océano de palabras, símbolos e imágenes. Menos que una experiencia histórica derruida por la explosión de toda posibilidad experiencial, acá es dable leer una disolución que conlleva en el fondo, un anhelo o deseo más bien conceptual: hacerse, volverse escritura, una especie de golem postmoderno hecho de jirones de palabras, pero también de imágenes.
*
En la poesía chilena, el poema largo posee sus fueros indiscutibles: una tradición bien asentada con logros de obra notables que van desde el énfasis épico (Neruda) hasta el gesto reconcentrado (Díaz-Casanueva). Es un riesgo no menor el que Quezada articule toda la segunda sección de su libro con un texto de largo aliento que menos que relatar -el contar de todo poema extenso- enfatiza una deriva mental y verbal que se concentra, por un lado, en ciertas alusiones “naturalistas” -árboles desojándose, mares calmos, horizontes que se extienden en la lejanía- como, por otro lado, en el gesto reiterado de querer validar la experiencia verbal de esas imágenes. Por lo demás, Quezada, organiza esta sección menos en estrofas reconocibles, que en un puñado entre azaroso y calculado de agrupaciones de tres versos articulados al largo y ancho de la página, jugando con cierta densidad espacial que al lector le permite asimilar una respiración de sentido desde la organización visual de la escritura: un recurso que implica vérselas con cierta economía -la imposibilidad de articular un “relato” reconocible en pos de “sensaciones” verbales a modo de gajos de significado- economía que, sin duda, revierte hacia su propia autorreflexividad -presente, en todo caso, en todo el libro- y que, creo, conlleva una reiteración sobre materiales muy acotados: ciertas palabras que son puestas en “escena” bajo distintos modos -palabras como: hoja, oscuridad, bosque, aire– y que recuerda o evoca el antiguo juego mallarmeano de constituir en la escritura un correlato de experiencias no verbales y donde la música siempre era fundamental (la vieja idea de ver en Un golpe de dados una partitura). Pero si bien Quezada puede y podría jugar ese juego, lo restringe o más bien, atento a no caer en la tentación de la mera imitación desplazada, creo que baraja más bien la posibilidad de hacer un ejercicio minimalista, pero con los rasgos propios de nuestra sensibilidad: es decir, un ejercicio de elementos combinados muy precisos, que apela más a la asociación simbólica y mental de sus materiales con una austeridad retórica casi envidiable que a la asociación sinestésica y donde las palabras invocadas son como esas notas breves y únicas, pero reiteradas en densos ecos fantasmagóricos tal como ocurre en la mejor música de Philip Glass, Steve Reich o Arvo Pärt. Quezada no imita aquí un procedimiento, intenta, creo yo, hacer de la escritura un efecto de larga duración que apele a la calidad “mental” de los significados vueltos hace rato en entidades simbólicas más que a un mero vínculo mimético con algo llamado “realidad”. Por eso, la noción de “poesía conceptual”, a pesar de lo barbárico que ello implica como noción interpretativa, me parece el término más aproximativo por ahora, para intentar abordar la rigurosa y ascética propuesta de este poeta.
*
El final de Insistencia del día es una sección titulada “cuarenta días” y que se constituye con cuarenta “fragmentos” entre uno y tres versos cada uno. Pero acá, como en otras partes de este libro, no es posible identificar este tipo de escritura con la noción tradicional de verso. Existe en estas páginas un esfuerzo de máxima condensación que se asume con un tono entre aforístico y evocativo. Así, los elementos tradicionales de todo poema -como ritmo e imagen- se volatilizan hacia su mínima expresión: el significante se autonomiza, las palabras se encierran sobre una reducida cadena de referencias y la ganancia de sentido de esta escritura se plasma en un fuerte utilización de la alusión, donde cada línea, a modo de un texto singular, se vuelve una reflexión, un mantra que repite una imagen traída desde otras secciones del libro y donde la sensación de continuidad sólo es posible en tanto dejemos de leer como un continuum, abriéndonos a una experiencia deletérea que nos exige la máxima concentración. Sin duda que este parte final, como en buena parte del libro, el silencio, representado por los blancos de la página, adquiere un sentido que hace que Insistencia del día, sea más que lo meramente enunciado, sino más bien, aquello que permanece oculto en el espacio habido entre palabra y palabra, entre grafía y grafía, un contratexto que sugiere y que se plasma como el gemelo secreto de sí mismo.
Ismael Gavilán.