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Publicado originalmente en Grado cero. Suplemento de literatura. Diciembre de 2019, p. 4

“El punto ciego es la zona de la retina de donde surge el nervio óptico” (Wikipedia) una bisagra entre ver y no ver, un origen que excede la visión y la hace posible. Confundiré groseramente visión con visualidad para hablar de Bulto, nouvelle editada en formato pequeño (16x11 cm, auténticamente de bolsillo) escrita a la altura de esa reducción: pulcra, despojada de histrionismo, transparente en el sentido de membrana que solo se ve cuando se pone delante de otras cosas; como el papel, no como el vidrio, de un transparente misterio que se sostiene estrictamente en el plano del lenguaje. En esto veo el primer valor del libro.
Al obstáculo eterno para la buena escritura, «esa imposibilidad de elevar a la altura de la imaginación aquellas cosas que existen bajo el escrutinio directo de los sentidos» como diría W. C. W., buena parte de nuestra literatura postnetflix decidió sortearlo vía visualidad. Un elogio habitual para un libro de cuentos o una novela es el hecho de ser filmables, lo cual, dadas las condiciones de producción audiovisual contemporáneas (una fuerte tendencia a la linealidad, un regreso a la invisibilización del montaje, un aristotelismo exacerbado por el 4K y su obsesión con el paneo horizontal) no hacen sino atentar con lo estrictamente literario, que acá no es una apología esencialista sino la defensa del nicho como resistencia a los embates del mercado. A sus condiciones, ¿qué nicho es el de un libro así? El del poema, o al menos el de un medio, el independiente, en el que el poema como material producido, consumido y editado, continúa siendo vital.
“Llegué a los 30 años sin pene. Videla murió ayer a los 88, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del Hospital Militar, a las 14:15 horas del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Desde el comienzo sabemos este oxímoron del protagonista: carga con una falta; sabemos que falta no es carencia sino diferencia, y sabemos (vamos sabiendo, diría mal pero precisamente) que eleva esa diferencia desde la cotidianidad a la dimensión del lenguaje para devolverla a la cotidianidad, lo que Vallejo hace con el pueblo, y Dickinson con la naturaleza. Este es el tono del libro, el de un entre, el de un médium.
Los polos entre los cuales se ubica son varios: la muerte de Videla sentado en el wáter en un penal, solo, viejo, varias veces condenado no solo jurídica sino socialmente, versus la muerte de Pinochet, en una cama, rodeado de inmundos civiles y milicos que lo amaron y que aún hoy lo guardan en sus inmundas memorias. También el agua versus el continente; el protagonista pasa toda la narración en la costanera del Río de la Plata, lugar desde donde puede radiografiar (no fotografiar) varios tipos de personas demasiado típicas de Buenos Aires, “Los viejos del club náutico que son o fueron millonarios, se enriquecieron en los noventa a punta de información privilegiada”, “hombres de negocios, especuladores, antiguos socialistas”, “desempleados, hombres y mujeres obligados a rondar las mismas calles hasta perder la paciencia, la dignidad o, lo que es lo mismo, sus últimos pesos. Sobre sus chaquetas, quizás, el sol no brille”, “migrantes haciendo fila para obtener la Residencia Precaria”.
Otro versus, el versus desde el que viene y hacia el cual se dirige durante la mañana que dura la narración es Antofagasta-Buenos Aires-Antofagasta. El padre del protagonista muere en su tierra natal y él debe regresar a su casa. De lo que se desprenden otros versus interesantes: su madre y su padre, la viva y el muerto, la presencia y la ausencia que se intercambian papeles en los olores de la almohada y en la parte de la cama que usaba aquel y que lo constituye, ahora que no está, más total que nunca.
Qué es ser hombre, a qué vuelve uno cuando vuelve, qué abandonó, qué perdió y con qué cuenta son preguntas que propone en voz baja, susurrando, un poeta que escribió una hermosa nouvelle.
La escritura de bulto respondió a un contexto político específico. La trama -esos hilos que marcan el recorrido del personaje por Capital Federal, desde su habitación hacia la terminal de Retiro; esos hilos de los que otros personajes penden, suspendidos entre el suelo y el aire, sostenidos entre la vida y la muerte- sucede en una mañana. La mañana siguiente al fallecimiento de Jorge Rafael Videla.
Ese día 17 de mayo de 2013, las portadas de los diarios argentinos consignaron su muerte, encarcelado en el Penal de Marcos Paz, a los 87 años, sentado en el inodoro de su celda. Entre ellas, la portada de Página 12 marcó, para mí, para muchas otras personas, algo así como un acontecimiento, un instante en el que la historia argentina reciente, la historia de las dictaduras latinoamericanas, se cristalizó en una imagen potente, que destruía el apellido del dictador dejando la VIDA sobre la superficie de la tierra y a EL, más abajo, enterrado por fin. Como si las imágenes, como si el lenguaje pudieran, al menos, ayudar a conceptualizar la violencia estatal, la pérdida, como si la política fuera realmente posible.


En Chile, esta oportunidad nunca se dio. Pinochet murió como un buen cristiano, celebrado por el Ejército y parte importante de la sociedad civil, tratado con reverencia por los medios. Esta inconcordancia ante la muerte de ambos dictadores, pienso, pensaba, algo tenía que ver con la herida del personaje principal de bulto, con su emasculación, como si solo fuera posible transformarse a partir de la comparecencia de una política de la muerte y otro conjunto de políticas de la identidad, la autopercepción, la identificación y el reconocimiento.
Hoy, unos años después de la muerte de Pinochet, la muerte de Videla, de la muerte figurada del padre, unos años después de la primera publicación del libro, muchos de los políticos, mujeres y hombres, que consolidaron la dictadura y, con ella, el modelo económico chileno, siguen en el poder. En el contexto planetario, se han intensificado las estrategias y políticas de control, se han incorporado a nuestra vida diaria, nos permiten amar y añorar, desear y enfrentar el mundo, al tiempo que la vida se juega en la proliferación de imágenes, destinadas a otros y otras, procesadas por máquinas; imágenes cuya superficie esconde un profundo entramado tecnológico y político.
Frente a esta intensificación, sin embargo, son estas mismas imágenes y sus condiciones de producción las que nos permiten superponer identidades siempre provisorias. Frente a la muerte cristalizada, detenida, solo queda una vida provisoria como posibilidad de desajuste, remoción y sacudida.
Existiría quizás otra alternativa, mística y precaria, subversiva, de vivir la vida. Oculto bajo los ropajes contemporáneos, todavía persiste “un poco de cuerpo”. Es en ese ocultamiento donde el cuerpo provisorio se desata como unidad biológica indeterminada, como núcleo afectivo, como posibilidad de craquelar el mundo y, con él –en los bordes, bajo las cámaras, en “los puntos ciegos de la ciudad”–, las imágenes que lo sostienen.

18 de octubre de 2019

Publicado originalmente en Vallejo & Co. 14 de mayo de 2019


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No es fácil aventurarse en el diseño de un eventual mapa que todavía no sabemos hacia dónde nos llevará. Quizás hacia ninguna parte por ahora, salvo por los gestos (poemas) que van encadenando una serie de señas que remiten hacia ellos mismos tal como esas luces intermitentes que se distinguen borrosas en la noche de un mar oscuro.

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Concluido bajo el peso de la evidencia ese ímpetu de pretendido cariz épico y fundacional de una parte no menor de cierta poesía “joven” chilena de a principios de 2000, como asimismo el vaciamiento definitivo en torno a esa querella entre inquisitorial, artificiosa y risible por las exigencias sociopolíticas a lo que alguna vez se llamó “poesía de los 90”, el umbral del Bicentenario, las movilizaciones sociales de 2011 y el socavamiento de los “grandes discursos institucionales” tanto en lo político, religioso y valórico, todo ello muy probablemente nos hacía entrar como lectores (tanto de los hechos como de los poemas) a un ámbito enrarecido y difuso que, hasta hoy, nos hace sentir que muchas cosas se han volatizado. Quizás de manera muy concreta en el cotidiano, en la calle, en el aula, en la familia, en las redes sociales, muchos apreciamos que la “postmodernidad” -o lo que fuera- ya no era un concepto privativo de filósofos y sociólogos franceses de los 80 y 90 y, por ende, de sus eventuales y aventajados aprendices y seguidores universitarios. Para nada. Tal vez a partir de 2010 y durante toda esta década a punto de concluir, hemos entrado de frentón a la ansiada “modernidad”, algo desfasados eso sí, pues toda conceptualidad ahí concentrada sin duda ha estallado por los aires. Pero en esta ocasión no lo veíamos en una pantalla, solamente: lo palpábamos -y seguimos palpando- en las conversaciones, en el murmullo cotidiano, en los discursos e imágenes urbi et orbi que nos dejan callados y pensativos, azorados y ansiosos.

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No creo que exista necesariamente una relación causal entre una época y su producción artística. En este caso, poética. La causalidad me hace pensar que la pretendida idea (o superstición más bien) de que la acción que vemos en lo social, debe, puede y necesita ser “reflejada” en un texto, una escritura de tal o cuales características, en una especie de conjuro que nos permita pensar fantasmagóricamente que no hay disociación entre lenguaje y acción es, por lo menos, una quimera. En este caso, entre el poema y lo real (o social dirían otros, en lo “político” los más enjundiosos y nostálgicos). Pero tal vez en esta década que se nos está acabando a una velocidad espeluznante, aún no calibramos la representación que nos hacemos respecto del tiempo que nos sacude en su intensidad alucinatoria y el tempo que el poema posee respecto de sí mismo y de las palabras que ha invocado para hacerse cargo de su propio peso. Si leyera varios de los poemas que en esta década se han escrito por los así llamados “poetas jóvenes” chilenos, sin duda emergería un florilegio que hace de la dificultad su contraseña.

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Acá estoy tratando de pensar la palabra “dificultad” en diversos niveles: por un lado como la opacidad que la textualidad del poema ofrece en una no-resolución de sus conflictos aún visibles respecto de la mímesis en lo que llamaría de modo muy provisional tensión referencial como, por otro lado, la disolución de la experiencia pragmática de aprehender el lenguaje como un sistema semántico, constituido lexicográficamente y organizado gramaticalmente y que menta su propia impenetrabilidad e indecibilidad en cuanto sentido. En tercer término, en lo que implica lo que alguna vez Paul de Man denominó como “ceguera” y que, en este caso, significaría la constatación abismal de una conciencia que vuelve al texto mismo un sistema complejo de figuras. No obstante lo recién dicho no pretendo dar con estas escuetas pseudo-aseveraciones pasto seco a una pretendida teorización vacía. Más bien pienso (leo) esta múltiple noción de dificultad referida a una serie de poemas de un puñado de poetas que aún podríamos calificar de jóvenes (nacidos todos en la década de los 80 del siglo recién pasado) y que de alguna forma son felices y afortunados sobrevivientes del naufragio de las querellas enunciadas más arriba. En un arco que va desde lo escrito por Víctor López (1982) y Rodrigo Arroyo (1981), pasando por Julieta Marchant (1985) y Diego Alfaro (1984) hasta llegar a ciertos poemas de Lucas Costa (1988) y Cristian Foerster (1988), entre otros, puede tal vez articularse un modo o manera de elaborar poéticamente la duda ante la transparencia discursiva que desemboca en la siempre recurrente necesidad de una poesía temática y que vuelve una y otra vez por sus fueros. En estos poetas, en parte más bien de sus escrituras -no en su totalidad, pues la mayoría de ellos efectúan un work in progress que inhabilita juicios totalizantes- es posible hallar de alguna forma esos diversos niveles de “dificultad” en lo que implica vérselas con el poema como fenómeno complejo abandonada toda pretensión idealista de imaginar la identidad como algo dado. En ese sentido esta sensibilidad que es posible rastrear en las diversas estrategias retóricas que asumen los poemas de estos jóvenes autores, mentan una no menor autoconciencia escritural al borde del delirio solipsista o incluso de su autoanulación, pero también como evidencia de la rotura de la romantización de lo que implica la poesía como discurso contenidista.

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En el movedizo magma que es la poesía chilena actual y donde, como lector, identifico las señas recién descritas (y que podrían complementarse perfectamente con varias otras menos unívocas), creo que Insistencia del día de Víctor Quezada (1983) viene a confirmar algo por partida doble: por un lado la razón de obra que Quezada viene haciendo desde principios de 2000 y que recala después de una serie de textos diversos, en este libro; como por otro lado, en el eventual lugar donde su escritura se ha ido articulando respecto de sus coetáneos y de sí misma. Ahora bien, lo que me interesa leer en Quezada es la persistencia de un modo: no en el sentido de estilo o algo semejante, si no en lo que significa hacer de la “dificultad” un motor que moviliza la escritura en tanto reinvención exploratoria de sus propios recursos. En esto Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018) no es un libro que de improviso surja como una especie de excepción. Al contrario, me parece que desde el primerizo Veinte (2004), pasando por Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), amén de otros ámbitos escriturales de difícil caracterización y fecundos en su ansia de exploración escritural, tales como Compost (2013) y Bulto (2016), Quezada va una y otra vez inventando sus propias imposibilidades, sus propias dificultades que, en cierta forma, son el diseño de sus propios límites  -oxímoron feliz en todo caso: nada más abierto que el gesto escritural de Quezada menos hacia la disolución de formas que hacia la asunción de la escritura como una especie de ejercicio que taladra la invisible y a la vez monolítica pared del sentido-, es decir, el otorgamiento de su propia norma que trata de practicar una verdadera operación de disección de sus propios mecanismos poéticos en la medida que son articulados en el necesario enfrentamiento con aquello que antaño llamábamos mundo, realidad y que al constatar su disolución (y desilusión) revierte en salto mortal hacia la configuración de esa dificultad que la posibilita retóricamente. Pero esto, Quezada no lo asume por supuesto de modo unívoco. Dicho en otros términos: cada uno de sus libros palpa el intersticio con un nuevo tacto, en donde lo nuevo no es la superstición de la superación progresiva, sino más bien la aliteración de los recursos agotados que el mismo lenguaje posee al constituirse como poema. ¿Una poesía del cansancio?, ¿una poesía del desgaste? No lo creo, más bien, una poesía que hace de su propio vaciamiento, tensión de su fractura y constatación de sí misma.

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Dicho eso, si volvemos la mirada a Insistencia del día, encontraremos que su organización triádica es sugestiva. La “tentatio” de un diseño dialéctico es sólo aparente, pues ninguna tesis es rastreable como singularidad de su planteamiento. Esa organización tal vez obedece a otra cosa: a la paulatina dislocación que el lenguaje va poseyendo en su disposición mientras el ejercicio lector intenta, en medio del marasmo, constituir alguna especificidad, cosa ésta que, al parecer, se ha volatizado.

Las tres secciones de Insistencia del día son: “cielos de la ciudad extranjera”, “deriva” y “cuarenta días”. De cada una de ellas, me parece que sólo la primera obedece a la noción clásica de una agrupación de poemas bajo el alero de sus respectivos títulos. La segunda sección, “deriva”, es un texto de largo aliento que ocupa el cuerpo central del libro y como veremos a continuación es una singular manera que posee la dificultad para hacerse escritura configurándose como “poema extenso”. Finalmente, “cuarenta días” lo leo como una sección donde la disolución asume un cariz aforístico y aún un tono sentencioso.

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La ciudad ha sido desde hace ya casi cuarenta años un “locus amoenus” muy solicitado por la poesía chilena. Sus variaciones últimas pueden ser rastreadas, en lo más fundamental, en la poesía de Germán Carrasco o Andrés Anwandter y en ciertos recovecos de varios poemas de Víctor López, Gladys González y Rodrigo Arroyo entre los más cercanos a mi memoria lectora. Las referencias a Lihn, Harris, Hernández y Millán son, sin duda, referencias vueltas acervo cultural inequívoco, son ya “tradición” por decirlo de algún modo y, ante eso, ¿qué decir, qué nuevo espacio habitar poéticamente? Sin duda la ciudad que poetizan todos los autores recién nombrados, no es la misma: sus descripciones, sus obsesiones, sus pasadizos y sus pesadillas no son las mismas, a pesar de tener cada uno sus peculiaridades bastante reconocibles. El espacio urbano ha irrumpido con fuerza en la poesía chilena de los últimos cuarenta años como para pasar desapercibido. Es así que la ciudad no es una anécdota, ni un mero paisaje; ha devenido una configuración de la experiencia -o de su destrucción- con un brío que siempre bordea el límite del espasmo retórico, volviéndose, simultáneamente, correlato de las percepciones del sujeto que en el poema va enunciando sus diversos avatares. En la primera sección de Insistencia del día, Quezada nos muestra el espacio que el sujeto que enuncia va configurando mientras es posible ver cómo se desplaza. No como un flâneur decimonónico que entra extasiado en los rincones más movedizos de una experiencia electrizante, más bien como un sujeto descentrado que no vagabundea, sino que padece una especie de autoconciencia de su exclusión: un sujeto errante, un “extranjero” que no es de “acá”:

los libros –como las ciudades–

no comienzan ni terminan

a lo sumo fingen comenzar y terminar o

todo es diferente bajo el sol

aunque cada cosa esté en otra a su manera (puede ser)

……………………..y de manera distinta

……………………..de cómo está en sí misma

 

Lo inabarcable de ese vagabundeo no es la constatación del espacio físico, sino la inconmensurable cualidad analógica de establecer relaciones entre la ciudad y el libro. Eso implica varias cosas que nos obligan a meditar o leer con detenimiento. No estamos ante una descripción cuasinaturalista de un eventual referente, sino en presencia de la invención de un espacio simbólico que tiene a la textualidad como su sustrato. En ese sentido, la búsqueda del sujeto que va acá, deambulando, no es la irrisoria denuncia de la precariedad, sino la extrañeza que advierte entre los espacios imaginarios que permiten aunar poema, ciudad y libro. Acá “leer” es desplazarse, dentro de un “libro” que a su vez es una ciudad, que a su vez es una “ciudad extranjera”, que a su vez, es una fantasmagoría alejada de todo resabio de pretensión mimética:

por los vitrales de estas altas iglesias

de donde los solitarios saltan en busca de la tarde

………………………(dios mío

……………………..de dónde sale

……………………..tanta gente solitaria)

estrellas fugaces que cruzan estos cielos verticales

remedos del sol carros de fuego despeda-

……………………..…………………………………….zados en miles de

……………………..……………………………………..hogueras por el asfalto

 

En el transitar de la poesía de Quezada, el sujeto no es ajeno a la propia existencia de la escritura: su “ajenidad” -perdonando el barbarismo- es auto-concebirse como un “texto” más que va a la deriva en un océano de palabras, símbolos e imágenes. Menos que una experiencia histórica derruida por la explosión de toda posibilidad experiencial, acá es dable leer una disolución que conlleva en el fondo, un anhelo o deseo más bien conceptual: hacerse, volverse escritura, una especie de golem postmoderno hecho de jirones de palabras, pero también de imágenes.

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En la poesía chilena, el poema largo posee sus fueros indiscutibles: una tradición bien asentada con logros de obra notables que van desde el énfasis épico (Neruda) hasta el gesto reconcentrado (Díaz-Casanueva). Es un riesgo no menor el que Quezada articule toda la segunda sección de su libro con un texto de largo aliento que menos que relatar -el contar de todo poema extenso- enfatiza una deriva mental y verbal que se concentra, por un lado, en ciertas alusiones “naturalistas” -árboles desojándose, mares calmos, horizontes que se extienden en la lejanía- como, por otro lado, en el gesto reiterado de querer validar la experiencia verbal de esas imágenes. Por lo demás, Quezada, organiza esta sección menos en estrofas reconocibles, que en un puñado entre azaroso y calculado de agrupaciones de tres versos articulados al largo y ancho de la página, jugando con cierta densidad espacial que al lector le permite asimilar una respiración de sentido desde la organización visual de la escritura: un recurso que implica vérselas con cierta economía -la imposibilidad de articular un “relato” reconocible en pos de “sensaciones” verbales a modo de gajos de significado- economía que, sin duda, revierte hacia su propia autorreflexividad -presente, en todo caso, en todo el libro- y que, creo, conlleva una reiteración sobre materiales muy acotados: ciertas palabras que son puestas en “escena” bajo distintos modos -palabras como: hojaoscuridadbosqueaire– y que recuerda o evoca el antiguo juego mallarmeano de constituir en la escritura un correlato de experiencias no verbales y donde la música siempre era fundamental (la vieja idea de ver en Un golpe de dados una partitura). Pero si bien Quezada puede y podría jugar ese juego, lo restringe o más bien, atento a no caer en la tentación de la mera imitación desplazada, creo que baraja más bien la posibilidad de hacer un ejercicio minimalista, pero con los rasgos propios de nuestra sensibilidad: es decir, un ejercicio de elementos combinados muy precisos, que apela más a la asociación simbólica y mental de sus materiales con una austeridad retórica casi envidiable que a la asociación sinestésica y donde las palabras invocadas son como esas notas breves y únicas, pero reiteradas en densos ecos fantasmagóricos tal como ocurre en la mejor música de Philip Glass, Steve Reich o Arvo Pärt. Quezada no imita aquí un procedimiento, intenta, creo yo, hacer de la escritura un efecto de larga duración que apele a la calidad “mental” de los significados vueltos hace rato en entidades simbólicas más que a un mero vínculo mimético con algo llamado “realidad”. Por eso, la noción de “poesía conceptual”, a pesar de lo barbárico que ello implica como noción interpretativa, me parece el término más aproximativo por ahora, para intentar abordar la rigurosa y ascética propuesta de este poeta.

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El final de Insistencia del día es una sección titulada “cuarenta días” y que se constituye con cuarenta “fragmentos” entre uno y tres versos cada uno. Pero acá, como en otras partes de este libro, no es posible identificar este tipo de escritura con la noción tradicional de verso. Existe en estas páginas un esfuerzo de máxima condensación que se asume con un tono entre aforístico y evocativo. Así, los elementos tradicionales de todo poema -como ritmo e imagen- se volatilizan hacia su mínima expresión: el significante se autonomiza, las palabras se encierran sobre una reducida cadena de referencias y la ganancia de sentido de esta escritura se plasma en un fuerte utilización de la alusión, donde cada línea, a modo de un texto singular, se vuelve una reflexión, un mantra que repite una imagen traída desde otras secciones del libro y donde la sensación de continuidad sólo es posible en tanto dejemos de leer como un continuum, abriéndonos a una experiencia deletérea que nos exige la máxima concentración. Sin duda que este parte final, como en buena parte del libro, el silencio, representado por los blancos de la página, adquiere un sentido que hace que Insistencia del día, sea más que lo meramente enunciado, sino más bien, aquello que permanece oculto en el espacio habido entre palabra y palabra, entre grafía y grafía, un contratexto que sugiere y que se plasma como el gemelo secreto de sí mismo.


Ismael Gavilán.

Publicado originalmente en Letrass5


Insistencia del día de Víctor Quezada es un libro que transcurre en tres tiempos: Cielos de la ciudad extranjera, Deriva y Cuarenta días. Es posible nombrarlos de atrás para adelante y decir o leer que el viaje aquí descrito va y viene en el transcurso de cuarenta días a la deriva para así encontrar una boya que nos rescate y nos facilite la acción de flotar sobre las aguas de los cielos de una ciudad extranjera. Porque eso es este libro, una deriva entre objetos que signan un paisaje que a su vez permite que el que flota se afirme a algo para no caer por la borda antes de terminar el viaje. En definitiva, una búsqueda de los signos de la realidad que dan paso a la construcción de un piso o lugar, desde donde se materializa la mirada y la vida de un cuerpo opinante. Es justamente ese proceso, el que permite al personaje anclar en la eternidad del aquí y ahora.

Pienso entonces que el que escribe viaja desde los fragmentos que el ojo aprehende a la construcción de un pensamiento. Hornea un mundo a partir del asombro y lo amarra a detalles cotidianos y naturales: el sol que desaparece y vuelve al modo de un eterno retorno, la masa oscura y negra de la montaña cuya sombra y peso es inevitable, la gota de agua única que es en sí un mundo y contiene a todas las otras, etc. Con ese conocimiento camina el que escribe, con eso lucha y anota paso a paso una forma de ser y estar que fluye sin grandilocuencias y a pesar de los torbellinos e impedimentos que instala el abuso humano. Arma y desarma una y otra vez tanto el derrotero del poema como la visualidad y la ubicación de los versos, en su afán por dar con un modo de exponerse sobre la página para hurgar y encontrar un sentido.

El estado de extrañeza permanente del sujeto que habla en el poema es el corazón que bombea y signa el libro. El que habla se detiene para anotar porque intenta así dominar esa extrañeza que lo fragiliza en un mundo vertiginoso que no se detiene y, dice el hablante, si no lo escribe con urgencia, perderá el sentido y naufragará. Lo particular, contiene o es, también y siempre, el todo. Ahí, en ese “todo” donde la soledad se convierte en un pálpito de lo pasajero, encuentra el reino consciente y resistente entre las palabras. Palabras que son piedras o señas de un transcurso que se arma a punta de detalles que, como estrellas fugaces, brillan un instante para luego desaparecer en la inmensidad de un mundo que se resignifica en cada estación. Por ejemplo, un mirlo en medio de la bandada que oscura aparece, pasa y ya no está, sólo para que el espacio que resta entre sol y sol, se vuelva a llenar con esos mismos/otros pájaros negros. Cadena interminable que hinca su diente en la humildad de no ser más que un deseo fulgurante. Ese que se manifiesta en el instante presente. Ese aquí y ahora sin fin, ese eterno que nos envuelve para dar paso al mencionado aquí y ahora que lo sigue, construyendo así un estar eterno mientras anota una y otra vez.

Se podría decir que este poemario funciona como una intensa meditación sobre la vida y la muerte y que trabaja para construir un lugar, una referencia en la que sea posible habitar. Y, sin embargo, su escritura se articula como flujo continuo, como sucesión imprevisible de imágenes que no es posible fijar, salvo en la instantaneidad de cada una de esas estaciones que dibujan el camino del tránsito.

Hay, pienso, un manojo de micro-acciones que articulan el poemario y desestabiliza el eje central. Así es como dispersa la aparente dirección única que parece enunciar el poema. Decir también, que el libro es una experiencia que fija su relación con el lenguaje y la noción del tiempo además de una incisiva anotación contra la arrogancia humana. Este es un texto fragmentario que se articula en el montaje de las pequeñas grandes cosas o fenómenos. Una voz que se manifiesta con libertad creativa contra toda posible autoridad o jerarquización; contra todo abuso y explotación. Una elegía al poder de la palabra que nos permite resistir entre sol y sol.

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Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5


Los grandes maestros de la pintura China establecieron una serie de instrucciones y consejos para ejercer el oficio de la pintura según lo que hoy denominamos estéticas taoístas. En una colección de textos sobre este tipo de pintura se encuentra una historia que narra la experiencia de un pintor empeñado en pintar un jabalí que yacía dormido en la yerba de una pradera. Siguiendo los consejos de su maestro, el pintor contempló por largas horas al jabalí para captarlo completamente, vibrar en su frecuencia. Solo así lograría plasmar en la pintura eso inefable que encerraba todo el ser del animal. Un campesino que iba pasando, observó el cuadro del jabalí y comentó al pintor que le parecía que el animal en la pintura estaba muerto. El pintor dudó de las palabras del campesino, estaba seguro de que había pintado un jabalí que dormía plácido sobre la yerba. Sin embargo, al acercarse al lugar donde lo había encontrado, notó que el animal permanecía recostado en un estado de inminente descomposición. El pintor, sin ser consciente de ello, practicó la lección principal de la pintura taoísta; que el Chi de lo que se pinta se apodere de la muñeca que sostiene el pincel.
Insistencia del día por hablar de la continuidad, de la impermanencia, de lo que piensa el caminante silencioso en la contemplación de la noche. Somos ilusión continua, dinamismo continuo, el tiempo es circular, un nuevo día insiste cada día.
Este libro de Víctor Quezada acusa la existencia de un contraste entre el concreto y la naturaleza. Donde existe un cuestionamiento sugerente sobre la materialidad del mundo, como dice Lao-Tse: ¿Dónde comienza una rosa?
Cada día el poeta abraza la circularidad del tiempo para plasmar sus reflexiones en extractos que se asemejan a meditaciones en constante conversación con el principio de la no-acción. Al comienzo, textos para ser leídos en silencio, una mezcla de cemento y montaña, que apuesta a la esperanza de capturar algo de esa “oscuridad indescriptible” que nombra la voz, aceptando la soledad desde una cognición occidental pero en situación de silencio que apela a la posibilidad de poder decir lo oculto a partir del uso de distintos elementos, algunos denominados “experimentales”, sirviéndose de espacios vacíos o unidades de espacio, de posibilidades que requieren del lector para concretarse. Evidenciando la insuficiencia del lenguaje, cuestionando los paradigmas materialistas del acto de nombrar, lenguajear, escribir, a fin de cuentas, del acto creativo en sí mismo, que es propiedad de especies artesanas como la nuestra. La ruptura del espacio formal que ocupan los cuerpos textuales destaca una (de)construcción del texto, para construir (en su lugar tal vez) otros significados posibles. Todo aquello parece dar cuenta de la soledad que nos acoge. Estamos solos. “Sólo yo soy testigo de mi propia consciencia”. Encontramos un reconocimiento de la necesidad de invitar al silencio a que nos enseñe las cosas que creíamos comprender, porque conocimiento y comprensión no son sinónimos. Invitar al silencio es el primer paso para emprender el camino hacia la pérdida del nombre que pasa por el reconocimiento de las imposibilidades del lenguaje, rindiéndose ante este callar:
Dice la voz que al principio intenta hablar:

“(entre yo
. . . . . . . -el que escribe-
. . . . . . . . . . . . . . . . . . y la montaña
descansa el deseo de escribir
. . . . . . . . . . . . . . . . . . montaña
para que rompa la tierra
. . . . . . . . . . . se eleve
. . . . . . . . . . . bajo tus pies)” (18)

Luego sobre el reconocer las imposibilidades del lenguaje y la contraposición con la oscuridad indescriptible, la voz que acepta la necesidad de callar:

“un texto puede corresponder
como un gorrión
a los representantes prototípicos de la categoría
(los pássaros)
pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible” (20)

“al reverso de cada cosa huye el mirlo
pero no vemos el mirlo en las cosas” (21)

Sobre perder el nombre, que es la duda transparente de la materialidad: “Nadie: me llamo Nadie” (21)
Cuando los propios límites se vuelven borrosos. Entonces queda lo otro, lo nadie. Lo sin nombre. Lo que no se puede nombrar. Existimos como criaturas que lenguajean en vez de existir como criaturas que ven. La insatisfacción de la expresión lingüística es como una metáfora de esta vida, donde buscamos representar eso desconocido que llevamos pero sin conseguirlo nunca realmente. Porque tampoco entendemos lo que es y de entenderlo, guardaríamos silencio.
Esta poesía viene de una contemplación que penetra la consciencia y cuestiona la materialidad sin muchas palabras. Justamente, los cuarenta textos finales se aproximan íntimamente al haikú, más allá de los tecnicismos. Encierra momentos que son como una serie de pequeños cuadros de tinta capturando el movimiento de una hoja, la montaña, el mirlo, la oscuridad indescriptible. El estilo de estos textos viene de un lugar de honestidad, aceptando la situación occidental del espacio enunciador. Por eso rehúye de las pretensiones forzosas y acepta-asume-construye un nuevo espacio, que es propio y desde aquí pero que captura esos momentos de epifanía que produce la escucha.
Víctor Quezada es extranjero. El sentimiento de la extranjería lo acompaña a lo largo de su camino creativo. Su paso por las ciudades y las lenguas, la mezcla de la no pertenencia lo llevan, a mi parecer, a esta reflexión de la Insistencia del día, donde la extranjería es algo más profundo que la tierra y el idioma. Es la humanidad que habitamos. El samsara que impulsa nuestra voluntad de vida al encuentro del camino a casa que se forja entre la niebla nocturna. Y por eso el acto de escribir aparece abriendo el texto, porque es tal vez, el acto creativo, un hilo enraizado a la consciencia creadora de la naturaleza, lo que nos mantiene un poco más próximos a esa casa originaria a la que aún no sabemos regresar.

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Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.