Publicado originalmente en Jámpster. 31 de agosto de 2017

Bulto, relato/nouvelle de Víctor Quezada, abre la narración con un enunciado corto punzante: “Llegué a los treinta años sin pene”. Pero fuera de lo que se pudiese imaginar, el libro no está construido a partir de fraseos cortos y efectistas. Opta por un trabajo minimalista confluyendo hacia riachuelos temáticos, que se juntan y separan.
La historia es sobre Víctor, antofagastino radicado en Argentina desde hace dos años, quien recibe una llamada desde Chile por parte de su madre. Durante la llamada es culpado directamente por la muerte de su progenitor, debido a las determinaciones que tomó durante los últimos años y por haber descubierto empíricamente que el mito de la buena comunicación entre padre e hijo era solo eso, un mito. La extirpación del padre, del referente masculino, y la imposibilidad de comunicación con ‘el otro lado’, hacen imposible otra forma de relacionarse con el mundo. Víctor camina, observa y devanea esperando que su fijación por otros hombres, con bulto, al igual que él, sea correspondida.
Son varias las líneas narrativas que dan vida al texto. Por un lado, está presente tanto la imposibilidad de amor filial (la familia que lo responsabiliza de la muerte del padre) como la de amor físico (ha decidido ocultar su cuerpo cercenado bajo un pañal): el cuerpo como la representación de una memoria que deja marcas. Bulto —ante todo— es la relación del cuerpo con las cosas; y una de las tantas formas de percibirlo, es a través de la política. Luego de enunciar su mutilación, el relato continua de la siguiente forma:
“Videla murió ayer a los ochenta y ocho, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del hospital militar, a las 14:15 hrs del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Se hermanan dos países golpeados/abatidos por la dictadura en donde cuerpos se desperdigaron, se alejaron de sus orillas, se arrojaron al mar o se mutilaron desde la memoria:
“vi yo la ausencia de esos hombres, dispersados ya hace mucho tiempo por la policía, desarticulados por el Estado o definitivamente muertos”.
Y por el otro, la relación de Víctor con las masculinidades, la que es siempre tomando una actitud de aprendiz, de vulnerabilidad ante los hombres, quienes son los que marcan la pauta en el relato. La madre es ejemplo de ello. La excusa de insertarla en la historia (siendo la única mujer) es su relación con el padre.
El discurso de lo masculino está por sobre el cuerpo. La imposición de lo masculino es violenta, a ras de piel, y se escapa livianamente durante la sección en dónde piensa en Martín Adán, escritor peruano, y los motivos que les llevaron a escribir pene en sus últimos poemas. Con especial atención a la belleza en el hecho de que haya podido amar tanto a hombres como mujeres.
Podría afirmarse que la línea narrativa en dónde confluye todo (porque guarda consigo una alegoría respecto a la estructura del libro), tiene que ver con los movimientos del agua, los movimientos líquidos. Fluidez y corte. Una materia viva, orgánica. Relatos que se ven suspendidos por el avance de las corrientes. En una orilla, el agua representaría la fuerza de arrastre, el tiempo. La orilla del lugar en donde terminan los hibakushas, los cuerpos desaparecidos y aquellos que viven en el destierro o el olvido. “El cuerpo es una roca en medio de la corriente”. Parece que hay dos destinos posibles, por un lado “el río insiste en devolverle a la tierra fragmentos de vidas naufragadas, objetos que vienen a golpear la orilla…”. Y en la del frente, el líquido vital que avanza bajo un bote que espera pasajeros y que parece por la superficie estar quieta. Esto quiere decir, ser arrastrado o que este flujo pase por debajo de ellos, sin perturbar a quienes son esperados, aquellos responsables de que el cauce siga su curso.
Bulto trabaja con experticia la contención. Ríos que abren múltiples puntos de fuga y que no necesariamente son un camino, sino la revelación de una forma. La misma que hace de un relato de 54 páginas una experiencia violenta pero conmovedora.
Publicado originalmente en La Estrella de Valparaíso, 21 de diciembre de 2016

Hace años después de un terrible accidente automovilístico, entré al box de urgencias y vi a mi padre en una camilla evitando llorar por el shock, le dije –te pareces al hombre elefante de David Lynch-, casi no podía distinguirlo por la fisonomía desfigurada y el quebranto, él rio. De algún modo, esa vez sentí la culpa intensa y vergonzosa: la miseria del hijo.
Rememoro esa sensación con “¿Cómo debe mi familia verme al llegar? ¿Qué cuerpo de qué hombre la mamá va a tener que estrechar en sus brazos” que aparece pronto en bulto, en el contexto de la muerte del papá del protagonista. En general todo el relato llega agudo muy temprano, los quiebres/clímax surgen de tanto en tanto desde la primera página, desde el primer párrafo, desde la primera oración, y así, átomo a átomo en el libro del antofagastino, Víctor Quezada.
No puedo hablar acerca de después de leer, sino que a medida de ir leyendo, sí, leyendo, el descalabrante diario abierto del mismo autor, disponible y liberado en la web, cuya extensión avanza transcurridos los días, que opté por bulto, a pesar de que dudé del formato del libro por tener rasgado el canto, pero la chance ya me pareció echada al leer el epígrafe en el que el escritor cita un extracto de la novela Frankenstein, ya bastante sugestionada estaba entonces con uno de los poemas epistolares del uruguayo Gustavo Escanlar, “de sabernos los monstruos de la peli / de sabernos los frankestein / aquellos cuyas debilidades harán huir a los demás”, como para desistir a la transacción.
El narrador y protagonista de la obra de Víctor, es Víctor, que a los treinta años no tiene “paquete” y está simbólicamente perdido en un Buenos Aires ventoso. La muerte de su padre es lo que lo hará armar una maleta para visitar la segunda región de Chile, que a esas alturas, no es más que un lejano punto de origine al que ya no pertenece. Entre medio Víctor parece un psicópata de hombres castrados, resultándole cómoda la empatía y la posibilidad de compartir técnicas de camuflaje ante la falta de un pene.
“Quiero leer tus más sucios garabatos secretos, / tu esperanza, / en su más obscena magnificencia” escribió Allen Ginsberg después de su visita a Perú en 1968 para Martín Adán, el mismo que como Víctor relata en bulto “… en sus últimos poemas, escribe la palabra pene” …supongo que Ginsberg se habría conmovido del mismo modo con la manera cruda de develarse del Víctor de Víctor Quezada, esa suerte de hombre-monstruo con el que nos sentimos acogidos a través de nuestros propios engendros intrínsecos al humano que somos.
Publicado originalmente en Letrass5
Prólogo a Contra el origen (Santiago de Chile: Marginalia, 2016), pp. 9-14

En una entrevista que concedió a la BBC, a media­dos de los ochenta, Francis Bacon le atribuye a la casualidad un rol decisivo tanto en el proceso de su vida como en el de su obra y reconoce varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía: representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). El énfasis puesto en los valores del hallazgo, el fraca­so y la insistencia, como principios constructivos del relato autobiográfico, nos lleva a pensar que la narra­ción o el registro de una historia personal solo pue­den transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos, sensación de posibilidad–, cuando la con­versación o la escritura que la tienen en cuenta pro­fundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de “indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de “destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se termi­nan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas paradigmáticas que lo único que pueden trans­mitir, más acá de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
En esas ficciones moralizadoras de la vida como destino en cumplimiento, es la superstición de un origen simple (una presencia originaria de la que se derivaría todo un desarrollo, orientado hacia un fin) lo que despeña la función de principio constructivo. De allí la necesidad de manifestarse contra el origen, según propone Víctor Quezada desde el título de su libro. Esta consigna, de inspiración ética y alcances micropolíticos, expresa el deseo de que las formas artísticas se conviertan, por la lectura, la escucha o la contemplación, no tanto en una ventana abierta a la vida, como en un proceso viviente. Un proceso esencialmente rítmico, en el que se alternan impul­sos heterogéneos, pautado por interrupciones y reco­mienzos circunstanciales. Ya en las primeras páginas, Quezada propone una imagen fascinante de lo vi­viente como proceso indeterminado, remitiéndonos a la lógica narrativa del Museo de la novela de la Eter­na, el experimento de Macedonio Fernández: una serie ininterrumpida de prólogos que de pronto se interrumpe. Esta sería la auténtica forma del libro de la vida, una en la que cada comienzo repite y anticipa la falta de origen, en el sentido de la experimentación con posibilidades inciertas.
Manifestarse contra el origen significa desatender las imposiciones de inteligibilidad, resistirse a que la existencia heteróclita de lo múltiple quede reducida al despliegue de un fundamento cierto y representa­ble. Quezada descubre una efectuación de esta micropolítica disuasoria en la defensa del aburrimiento que alguna vez propuso Raúl Ruiz. Si el entreteni­miento depende de la disposición a dejarse condu­cir por el desarrollo de una trama significativa, que va actualizando las intrigas de un conflicto central, aburrirse podría ser una condición para palpar, en el goce de lo insignificante, la intensidad de otros mo­dos de vida, los que tienen que ver con la dispersión y el desprendimiento de la lógica de las alternativas paradigmáticas. Quizá nadie reflexionó con tanta in­sistencia y lucidez sobre las posibilidades de vida que se abren a partir de la neutralización de los conflictos como Roland Barthes. En un ensayo que sorprende por la madurez de su perspectiva, Quezada recorre la obra del crítico francés, siguiendo los puntos en los que convergen el impulso autobiográfico con el re­pliegue conceptual, para mostrar cómo el sinsentido de la muerte (la figura más radical de la ausencia de origen) es capaz de darle sentido y fuerza a la vida de quienes se asumen como sobrevivientes.
Como en La cámara lúcida o el Diario de duelo bar­thesianos, en algunos libros de la reciente poesía chi­lena que toman la forma de diarios o cuadernos de apuntes, la escritura de lo íntimo busca configurar la experiencia subjetiva en momentos de crisis a través de la figura del éxtasis, el salto impersonal fuera de sí mismo. Así estos versos de Alejandra del Río, to­mados de Llaves del pensamiento cautivo:

En noches proverbiales
Noches en que el alma se arroja al centro de sí misma
Una mano no tiembla al escribir.

Esa mano, advierte Quezada, “no pertenece a nin­gún cuerpo o tiempo identificables, pareciera actuar por sí misma”, pero su impersonalidad concierne a lo intransferible de una subjetividad asediada por los emblemas de la época: es suya, aunque no le perte­nezca, como los recuerdos o los sueños, como cual­quier gesto enunciativo. Es cuestión de devenir-otro, como dice el lugar común deleuzeano, de descubrir­se extraño en el corazón de lo familiar. El alma que se precipita al centro de sí misma –es uno de los riesgos de escribir bajo la fascinación de lo desconocido– ex­perimenta, en su íntima exterioridad, el descentra­miento de una existencia desprendida de cualquier certidumbre acerca de su origen: las inquietudes y las venturas del tránsito por el borde externo de los márgenes de la Cultura.
También en los dominios de la ética, y no solo en los de la moral, cuando se trata de programas artís­ticos, los únicos compromisos válidos son los de la forma. Por eso Quezada vincula el deseo de estar en movimiento, que es el deseo de una existencia des­prendida de la sujeción a cualquier instancia que se arrogue el lugar de origen, la función de causa, con una práctica retórica específica: la notación del presen­te. El registro sutil de lo que despunta sin darse del todo, bajo la apariencia trivial y misteriosa de un pre­sente sin presencia, suspende el desarrollo e impone, sin imponer nada, otra perspectiva temporal, la de lo inminente. El tiempo paradójico de lo que adviene sin posibilidades de realización es el de los gestos in­timistas de la reciente poesía chilena, pero también el de la aparición de algunas imágenes cinematográ­ficas, las llamadas imágenes operativas, que interrum­pen y desarticulan el flujo ilusorio de lo representado y dejan ver, como invisible, la discontinuidad inhe­rente a cualquier proceso. Es también el tiempo que corteja la escritura del ensayo, el de las tentativas de Quezada por configurar sus experiencias como lector y espectador contemporáneo, cuando apuesta por el fragmento y la notación circunstancial para desbara­tar “la arrogancia de la articulación del texto crítico”.

Alberto Giordano
Rosario, junio de 2016.
Publicado originalmente en paula-arrieta.org

Un relato fundacional es casi siempre la respuesta a una necesidad de origen. Eso que está antes de la realidad material del cuerpo, eso sin imágenes, muestra una urgencia de materialización. La representación, el origen del mito, se abre paso como una certeza amable, valiente, incontaminable.
Desde las historias que contamos para explicar el amor o una amistad hasta aquellas que nos hacen ser parte inconsulta de una nación, el relato fundacional pone como condición implícita la existencia de una coincidencia inexplicable: un elemento mágico-épico es la única forma que garantiza toda la estructura simbólica, la posibilidad de que esto se convierta en historia, y que esa historia nos convierta en nosotros.
Es posible, eventualmente, que ese relato se convierta en un engaño forzoso. Que se trate de un discurso ficticio cuidadosamente armado en el cual héroes, colores y frases detenidas esconden cada una de nuestras derrotas y justifican la brutalidad y la arrogancia de un grupo de poder, de un monarca solitario o del país completo. Pero también puede suceder que el origen del mito resulte particularmente iluminador en el tiempo, que levante la voluntad y que en vez de formar filas reactivas le devuelva la dignidad a la derrota. Que al final siempre se trata de derrotas, derrotar al tiempo, al olvido, a las imágenes desvaneciéndose.
Hay historias e historias. Y si bien todas tienen cosas en común, no es lo mismo la imagen del héroe saltando por su bandera del barco a la muerte en la batalla perdida que la del presidente resistiéndose a poner la vida a disposición del opresor. No es igual, pero ambas construyen un mito, el nuestro.
Yoko no es un relato fundacional sino la reconstrucción consciente del mecanismo con el cual se arma la ficción de dicho relato. No se trata de la historia de un origen sino de una colección de historias del origen que, contra toda la lógica de superación de la historia, advierte sobre la intencionalidad de las imágenes, la conveniencia del mito y la vigencia de la trampa. Una sucesión de formas dibujadas para acabar con la amenaza del vacío: del vacío del recuerdo, el vacío del desierto, el vacío del sentido. Héroes criminales, oprimidos, el viaje de huida, la edición y el montaje improbable de una serie de referentes narrativos recortados de aquí y de allá arrebatan toda pureza al acto de constitución.
Algo así como la aceptación del engaño de la historia cuando se pretendía única, incorruptible.
“Lo cierto es que un rayo definido penetra la ventana y aquel rayo no es el comienzo,
el primer esfuerzo por verme, sobrepasado de luz, en otro cuerpo. La historia hubiese
querido ser así, suceder en lo otro. De haber nacido yo diferentes tiempos, estas líneas
serían fácilmente la declaración de los derechos del hombre, el discurso inaugural del
Louvre, tal vez el primer manifiesto surrealista.
Sin embargo hay otra falsedad, otro malentendido: esta historia no debería tratar de
mí.”
El relato, representación e imagen esquiva, tiene ganas de ser la verdad, y es esta la mayor de sus trampas. Eso que nos hace creer que el lenguaje detiene el tiempo y se convierte en prueba inequívoca de un momento y de un lugar, como si no hubiera de por medio la manifestación de un deseo profundo por no perder la escala, la referencia, la proximidad con el cuerpo. Yoko es, en este sentido, la representación del gesto incansable del hombre por pertenecer, la enunciación desesperanzada de sí mismo. Y toda representación es, al fin, una resistencia a la muerte.

Paula Arrieta
Publicado originalmente en Letrass5

Dudé cuando Víctor me pidió que presentara Yoko (Libros del Perro Negro, 2013). Dudé porque me dijo que era un libro de poemas y yo de poesía entiendo bien poco. Llegué a una solución que me permitió darme el gusto de presentar este texto, y que además me permitió salvar el propio e irrelevante temor a la poesía. Yoko no es, para mí, un libro de poemas. Es una colección de escenas poéticas o de pequeños fragmentos, instantáneas dispersas que son poéticas casi por accidente. Lo que me parece, modestamente, que no es lo mismo que un libro de poemas.
Y esa calidad que tienen estos textos como de origami, precisos y precarios, fue lo que para mí hizo de Yoko un objeto cautivador.
Yoko evoca lugares ajenos, lugares más allá del presente, presencias que solo existen como la sombra o el recorte de alguien que no está… o mejor, Yoko evoca aspectos en los que la presencia de alguien se revela solo en mezquinos pedazos, como las facetas de un diamante, que sugieren una totalidad distante. Porque una persona es imposible de poseer, de la misma manera en que el amor es imposible de traspasar a la superficialidad de una hoja de papel o un monitor.
Hay en Yoko palabras que se repiten: reverente, presencia, rayo. Hay palabras que se repiten porque quizá a estas alturas contar una historia o escribir un poema no sea más que el acto de repetir palabras que alguien más ya escribió o dijo antes, mejor o peor aparejadas con otras palabras que también son de segunda mano. O tal vez esa sea la enfermedad de alguien que tal vez ha leído demasiado como para conservar su buena salud.
Si las palabras son un medio más bien gastado de tanto cambiar de manos, lo que hay que buscar es lo que busca Víctor: una voz, un juego, una exploración en las posibilidades de combinar una y otra vez estos pobres ingredientes, como hace con acierto en un fragmento, o un poema, llamado “Sobre todo después el mar se cierra”, mientras habla del corazón sin nombrarlo:
“Recuerdo el nocturno asiento, cuando remedó sístoles y diástoles del pecho mío directo escuchando. Yo sostuve su cabeza mientras la boca roja remedaba sístoles cerrándose, diástoles abriéndose, en una analogía para mi precisa en su voz.
Yo dije algo parecido a: nunca, creo que nunca he abrazado a una muchacha de esta forma. Antes no sostuve la cabeza de una mujer en mi pecho y su pureza me pareció el mundo”.

Yoko es también, me parece, una colección de intentos por capturar lo inasible, de cazar la esencia esquiva que se esconde tras las cosas trascendentes y anodinas. Intento aun más valioso por cuánto deja de inconcluso, por aquello que traza apenas con un par de líneas o abandona cuando recién comienza a esbozar. Vale tanto por lo que dice, o por lo que ahí está dicho, como por sus espacios en blanco, por sus oraciones flotantes. También, por la ambigüedad con que Víctor, o el hablante, por usar una palabra de las clases de castellano, se relaciona con aquello de lo que escribe, y sobre todo con Yoko, que puede ser tan solo una planta en un macetero de plástico… pero que también puede ser algo más.
Curioso: Yoko está atravesado por Moby Dick, o más bien por un pasaje cerca del final de la novela de Melville que ha fascinado a Víctor –y a algunos otros-: el que describe cómo la madera inútil de un ataúd se convierte al final de todo en una tabla de salvación, en un salvavidas accidental. También en Yoko hay consejos de lectura –o más bien, advertencias acerca de libros que es mejor mantener cerrados, libros que es mejor no leer o quizá olvidar una vez leídos-. Yoko, por supuesto, escapa de esta lista.

Patricio Urzúa
Publicado originalmente en Letras.s5

No es que cueste entrar en estos poemarios, sopesarlos, es que veo con recelo mucho de ellos, el resabio acomodaticio en la fórmula aprobada, el sobajeo en el gusto por una poesía, a todas luces, ornamental, que poco parece decirnos hoy, en general, cuando no es tratada con ese fuego de lo vivo o de lo vuelto a resucitar aún con mayor fuerza.
Su máxima expresión la alcanza cuando no se distingue del modelo que imita. De ahí que le carguen –con justa razón- el mote de académica. Una visión de la experiencia poética que es como si un montañista hiciera cumbre –según él- en el campamento base. Yo también llegué años atrás a ese lugar, pero no lo hice mi hogar ni mi cumbre.
En un inicio todo nuestro empuje va en dirección a dominar la retórica(s), los estilos que nos gustan, alcanzar para sí un manejo eficiente y hábil de la lengua, sutilezas técnicas, enamorados hasta las patas de la lengua y su posibilidad musical y expresiva de la misma, que nos parece abierta. En un segundo apronte, viene el proceso de encontrar nuestro lugar, desenamorarnos de la lengua al comenzar a verla tal cual es, es decir, no tan abierta y fácil, empezando a entenderla y aspirarla como un medio y no un fin, tallarla de nuestras contradicciones humanas. Y después el regreso, a nuestra propia posición, aún más honda e insegura. Escribir también es perder algo. Y para siempre. Mirar para atrás es convertirse en estatuas de sal. O como respondió Charles a su madre:
-Y tú hijo ¿quieres ser como ellos?
-No, mamá. Uno entre ellos...

(o “ellas” para que no se asusten las urracas creyendo que no las consideramos). Por consiguiente, manejar una retórica para ser partícipe de la experiencia poética me parece crucial. Pero no más que la mitad del principio. Quizás lo que molesta es la destreza técnica alcanzada, ese “achancharse” o “parapetarse” en el lugar conocido y seguro. Sin haber iniciado el ascenso (ojo: la cumbre es la mitad del camino, siguiendo la analogía del montañista). Menos el descenso. Por mi parte, me demoré años en rehabilitarme del amor enfermo y absoluto por la lengua. Y que me llevó a anteponerla a la vida. Ahora vivo en un estado de absoluta tensión entre ambas. Y si tengo como Cervantes que elegir ser soldado o escritor, elijo ser soldado otra vez… Y escribo.
No recuerdo quien escribió: a mí los clásicos no me enseñan a escribir, sino que me recuerdan mi propia posición. Y yo lo suscribo en pleno.
Víctor Quezada (Antofagasta, 1983) no sólo es un compañero de ruta, otro libro que reseño con kimono (me rinde más que con batín el domingo en la mañana). Es un poeta que ha tenido para conmigo una generosidad sin pausa, que ha abierto en Passy un espacio serio a la crítica literaria, al otro. Y del conozco bastante bien su porfía y persistencia, la paciencia y artesanía con que ha ido labrando este segundo libro Muerte en Niza.
Que sigue muy en la línea del otro -Veinte, su debut-, pero ahora con más chachachá. Donde, por supuesto, ahonda y perfecciona en la búsqueda y cuidado de lo que asentó el primero. Sin duda, ahora tiene el dominio retórico de un Garcilaso, sin perder su propia autonomía de vuelo ni características propias. Es decir, se enmarca dentro de la tradición del poeta de Toledo para mantenerla viva en su domino técnico y apreciación estética.

A la manera del maestro
Algunos han seguido la tradición inglesa con igual ímpetu, otros lárica o China, entre muchas. Por cierto, clásica (siglo de oro especialmente y en menor grado la literatura grecolatina) que es la que Víctor recoge con mayor empeño y conocimiento entre muchas otras corrientes de flujo y reflujo. Dentro de la Clásica, Víctor Quezada abre flanco, Garcileando (no únicamente, favor) al pie de la letra sus propias lecturas y experiencias, en pleno comienzo del siglo XXI. Y lo hace bien. Más allá de nuestro reparo inicial.
Todos seguimos la tradición(es) –para bien o mal, a favor o en contra, guardianes o saqueadores-. Y el que no, siempre, es tonto. A ese mejor ni darle bola. Pero llegamos a un punto de inflexión. O al menos de distanciamiento con nuestros poetas de cabecera. A una mezcla (mala, buena, interesante, seca, etc.), A veces a una voz propia.
En Higiene (Ediciones del Temple, 2007) hablé en un poema de un pajarito que vive del rinoceronte, atento pero lleno de atención. Ambos son cruciales para el otro, tienen una relación reciproca y que les asegura la sobrevivencia a cada uno. Creo que ese podría ser el meollo del asunto en relación al estilo de Quezada en su relación con el poeta toledano.
El estilo –declara Jacob Paludan- no es el contenido. Pero es la lente que concentra el contenido en un punto candente.
Quizás eso sea lo que a estas alturas o bajones me desconcentra y aleja en principio de libros en esta línea. Pero aquí ya tengo puesto el overol y acabaré cuando acabe como Miguel Ángel.

La paleta
No construye su poemario con un lenguaje prefabricado a pesar de las citas explícitas y no explícitas, apoyándose en el modo, en la fórmula del poeta toledano, manteniendo la estructura y el estilo. No la materialidad del mismo. Y como él sonidos, colores, invitando con sutileza y ternura a la reflexión acompañada del sentir. Lo que –a primeras- causa la impresión de un poemario amoroso cuando en realidad es tan sólo la mayor de las veces en este breve líbelo un tratamiento amoroso del objeto observado o la anécdota literaria o vital. Además de darle un barniz de naturalidad, nitidez y cercanía a pesar de lo profundo que puja su reflexión.
Sin duda, una paleta conocida pero que Víctor con mano perita desata del anquilosamiento aunque no dejándonos hecho un ovillo, pero tampoco, claro, echándolo a perder.
Se nota el trato respetuoso de la lengua, su cuidado, el placer de la sutileza retórica –en tiempos de torpes aproximaciones, gruesos brochazos-. El esfuerzo sobrehumano que representa mantener una tradición que procura la estilización de la lengua vulgar, intenta cazar la precisión y fineza de lo fugitivo e huidizo, de lo ausente –como remarca Rojas Pacha-.
Su objetivo –y de quién no- es deleitar el oído, ser la suave música que arrastra los sentimientos no por la admiración de los demás sino por la belleza del objeto mismo a lo que recita y volverlo arquetípico. Nada de pomposo (aunque el estilo hoy lo parezca en un primer acercamiento) ni forzado o culterano. Eligiendo siempre el eco personal, íntimo, confesional. Haciendo suyo el transcurso del tiempo –esa cosa que sabemos que es hasta que nos preguntas como diría San Agustín-, la sensación de melancolía con que todo parece estar siempre muriendo un poco, emboscado de ausencias más que vacíos, en un tenso pero equilibrado verso cadena entre razón y pasión, alejado como su poeta de cabecera del referente religioso, cosa poco común a la poesía chilena en general, aunque sea escrita por ateos o agnósticos.
Un libro breve, bien editado, lleno de joyas atemporales pero cuya belleza es la de la muerte… Si cierro los ojos, esta tarde, un alado carro de fuego.

Por Ernesto González
Publicado originalmente en Letras.s5


“El lenguaje no es presencia, sino la ausencia”
M. Blanchot

"The time is out of joint"
William Shakespeare

El poemario Muerte en Niza (Ediciones Marea Baja 2010) de Víctor Quezada configura a través de las tres partes que componen su estructura, Un caballo solo arrastrando, Muerte en Niza y Afuera, una atmósfera y espacio, podríamos pensar en términos materiales y simplistas en una habitación propia, un refugio desde el cual un solitario parece contemplar el mundo que lo rodea de modo inmediato. Su cama, almohada, su propio cuerpo, flores y desde luego… en esa imagen también se encuentra lo exterior al sitio, un paisaje en el horizonte que muchas veces escapa a la mirada y el cual sólo podemos de modo diferido nominar o convocar.
El diálogo poético con “Muerte en Niza” coloca en juego y al servicio del lenguaje una serie de presencias y ausencias acosando sucesivamente al hablante y también al lector.
En apariencia y reduccionistas podríamos afirmar que esta tarea de enfrentar opuestos se realiza de modo alternativo y neutro, en una dicotomía clara, pulcra y excluyente la una de la otra y en la que bien podríamos definir ontológicamente lo presente, asociándolo a vida, origen pleno, sentido originario, lo conocido- cognoscible, lo dicho, el mismo, el sujeto versus ausencia, muerte, origen perdido, sinsentido, lo incognoscible, lo no-dicho, lo otro al mismo, lo no-sujeto.
Sin embargo, allí principia el conflicto de esta realidad y atmósfera poética que Quezada nos dibuja y que es más que un simple espacio material o una habitación como tendí a llamarla. El texto al poetizar “la presencia de la ausencia” te ubica de manera transversal ante la crisis y precariedad del lenguaje, del libro como objeto y asimismo cuestiona la construcción de la psique y la percepción de todo y todos.
Por ello en nuestra tarea como lectores igualmente podríamos pensar en términos más etéreos esta unidad y sentido de Muerte en Niza que planteo y equiparar ese lugar a la mente de un individuo, una personalidad emulando una casa, algo así como la cabeza en Being John Malkovich desde la cual el sujeto observa ausente pasar la vida, al tiempo que debe hacerse cargo de una serie de presencias que le son ajenas tanto fuera como dentro del cuerpo.
Y claro… en esa medida por qué no edificar y ver aquel lugar que las palabras del autor generan, como el libro que tenemos en nuestras manos y en el cual nosotros, en la interacción, nos hacemos presentes y tenemos cabida y protagonismo en una especie de juego metaléptico al que somos invitados ingenuamente para culminar transportados y traspapelados con el hablante y lo que éste vive.
El libro es también un lugar, un espacio y en gran medida una realidad capaz de comunicar, contener vidas, sentimientos y experiencias de todo tipo las cuales son convocadas y se nominan desde fuera o desde los propios mecanismos internos, pues como dice Blanchot: “El libro es el a–priori del saber. No se sabría nada si no existiese siempre de antemano la memoria impersonal del libro y, esencialmente, la actitud previa al escribir y leer que detenta todo libro y que sólo se afirma en él.
Lo importante en síntesis, reside en la capacidad de Víctor Quezada para dar forma y contenido a un mundo a través de su poética. Efímero o tangible, valga de nuevo hacer la aclaración, lo reconocible es la geografía que emerge y en la cual podemos situar una voz, al punto incluso de confundirnos y amalgamarnos con ella en la medida que el hablante nos hace partícipes de su crisis y cambios ambiguos de percepción. Esta metamorfosis se moviliza híbrida desde una mirada de lo profundo hacia lo foráneo y viceversa y va siendo impulsada a la par por esa mutable y antojadiza presencia/ausencia que palpamos desde un primer verso del texto.
Me explico… “En un caballo solo arrastrando” el mentado hablante se enfrenta a una presencia en su ocaso, una flor que podemos comprender y calificar bajo los siguientes planteamientos de Rilke: “es efímera pero tenaz, conserva su aroma hacia sus propias postrimerías, muere exhalando un olor que compensa en cierta medida la desesperanza que suscita su desaparición”.
Quezada dice por su parte en el primer poema del libro:
Reverente tú en mi presencia
no llevó los pétalos quien deshizo
flor que señalas la ventana.

La flor, efímera y fugaz denuncia una precariedad que la voz debe asumir… una finitud que se hace latente e imposible de ignorar. La belleza que promueve esta presencia en extinción dejará aromas, recuerdos, sensaciones y sentimientos que madurarán al interior de este ser enfrentado a un entorno que amenaza con extinguirse. Síntoma que coloca en tela de juicio su propia realidad y permanencia, el poema cierra diciendo.
Tal montas las hojas tuyas
quisiera montar y embestir
o siquiera tener tu cabeza
flor que te tengo atrapada tan solo
flor que atrapada quisieras huir.

A partir de ese momento todo, para esta voz, constituye una carrera hacia el agotamiento. Una pérdida del centro de gravedad de las cosas que comienzan a flotar y evanecerse…
Tras ti el cielo avanza
se reúne en marcos blanco
altitudes blancas celestes fugas
cuartos
que pájaros cruzan sin romper
bordes que no han

De este modo y a lo largo de todo el cuerpo del poemario, el texto nos zambulle en las fronteras delicadas de lo que se entiende como parte de uno mismo y lo otro y gradualmente va subiendo los decibeles de la pugna en esta aparente oposición de contrarios (presencia/ausencia)
La percepción del hablante y de uno como lector haciéndose parte o cómplice de dicha sensibilidad, tal como señala Derrida, se autoimpone una interrogante ante aquel par que se ha pretendido absoluto pero que podemos cuestionar en la medida que el filosofo señala: “La presencia es la ausencia diferida o diferente y viceversa y por ende la vida es la muerte diferida o diferente, y al revés pues la muerte ya aconteció al aparecer la vida. Son indecidibles por inter-contaminación”. (Los destacados son míos)
Se imposibilita diseminar a ciencia cierta los márgenes, un principio y final, aunque es claro como veremos en esta lectura y desde luego en la que cada sujeto pueda hacer de “Muerte en Niza” desde su propia situación, que afirmativamente el juego, desencadena presencias que abruman a la voz a la par de una suerte de ausencias que éste mismo invoca desde tiempos y sitios lejanos, a veces sin desearlo, tan sólo por nombrar de modo inconsciente un pasaje o iluminar alguna hora pretérita. Lo que termina persiguiéndole como fantasmas disfrazados de recuerdos o miedos infantiles.
Oscar Hahn en este sentido nos señala: "Toda ausencia es una forma de presencia, aunque fantasmal e inquietante." A su vez, en su estudio “La Forma de lo monstruoso”, el escritor chileno de ciencia ficción Patricio Alfonso agrega: “La muerte sólo puede tomar en el discurso la forma paradójica de la ausencia (…) La figura por excelencia en la que la ausencia encarna –si es que se puede hablar de "encarnar" en dicho contexto - es la del espectro. El espectro es la personificación de la ausencia, de lo que ha sido afectado, vaciado, por la muerte”.
Quezada por su parte señala en el poema “Afuera de seguro algo cae”:
el rigor mismo de quien muere
carrusel indomado al que el miedo vuelve si lo
nombro
si lo hago parte de esta ausencia.

Por tanto, no podemos clasificar de forma tajante como presentes/ausentes a personas, amores y desencantos, lugares, recuerdos y muertes, cualquiera creamos sea su estado ontológico, pues no estamos ante productos etiquetados y dispuestos para una estantería de víveres.
En cuanto a la noción de ausencia, ésta se perpetúa y emerge con mayor fuerza a partir de Afuera de seguro algo cae”, pues el hablante premunido de aquella percepción de fugacidad, es llevado a otro nivel de cuestionamiento. La introspección extiende su mirada más allá del cuerpo horizonte, lo inmediato, y comienza a proyectarse a una serie de ausencias que invoca y que lo confrontan desde una verdad lejana, quizá no perceptible en principio y de manera empírica, pero no por ello menos real y existente.
Llevado al aquí mismo de lo ausente
desciende y rueda por caer su envergadura
invocada tanta lejanía tanta distancia
galopa perdido en mi lengua y desciende
y rueda

Podemos pensar como lectores en todas las otredades que nos rodean, todos los rostros, vidas y lecturas no realizadas y que la voz imperante en “Muerte en Niza” también cuestiona, dentro del espacio prefigurado, la habitación, la mente o el libro, gracias al lenguaje.
La atmósfera generada gracias a la poesía nos ubica in situ y hace presente el abanico de posibilidades que aunque no conocemos han estado allí siempre, son aquellas ausencias que se realizan a la manera de grieta tal como dice Quezada:
O de los dedos la añoranza
el encuentro en las esquinas será
del corazón arácnido sueño

y de la luz su sombra uno
que bailase eclipsado el sol
de línea en línea buscando
donde hacernos la grieta

Las grietas sabemos forman parte de nuestra existencia en la medida que las ignoramos y que sólo podemos a fin de cuenta interrogar como una posibilidad. Partes de un yo posible, postergado u alternativa del ser… tal como dice el cierre de esta primera parte…
un caballo solo arrastrando
y la posibilidad era ínfima.

Qué hay en cada silla sin embargo.

En la segunda sección del libro, homónima del poemario, lo externo o el afuera, en un comienzo netamente ausente, se perfila condicionando al hablante con su irrupción. La realidad es forzada a desplegarse y debe ser vista desde otro ángulo. Un enfoque que cuestiona la propia existencia del enunciador y en ese grado el conocimiento de las cosas es llevado a una instancia secundaria e incluso inasible…
En el diámetro que la luz proyecta comienza a
desaparecer un cuerpo
su estela -preciosa disposición de la ausencia-
engrana un movimiento presumiblemente
constante
infinito en posibilidad

Es como si estuviésemos ante un espejo que se hace latente y que por vez primera visibiliza su potencial para reflejar, sin embargo, al irrumpir lo único que muestra es una vacuidad, una extinción de los bordes y márgenes de las cosas, antes capaces de orientar el sentido de este ser y lo que le rodeaba y de pronto tan solo estériles: “Es como aprehender la experiencia de un lenguaje que se distancia de sí mismo, que “sólo comienza en el vacío” y que en él se mantiene, dejando que cada palabra por mucho que intente mirar hacia atrás, no verá más que la huida de su origen y su frustración, pero a pesar de ello se habla y discute con este lenguaje, y quizás a ello se deba la incomprensión entre los hablantes, a que cada uno habla con palabras ausentes”. Lo transcrito lo expone Estefanía Hermosilla en su artículo “El lenguaje moderno de Foucault, Barthes y Blanchot”
Quezada por su parte agrega:
de lo que hay emergen las líneas de las sábanas
un desorden que se va limando a medida que
suben
suscitadas por la luz.

La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y
perfecto.

Lo antes conocido y fácilmente determinable, los objetos, los muebles comienzan a perder sus cualidades y se ven reducidos a geometrías inútiles o absurdas para tal caso.
Esto genera claramente una duda o vacilación en el hablante, y también en el lector comprometido, que puede entender como el libro lo está movilizando a un cambio de su propia percepción. Tras la lectura de una obra ya no somos el mismo, nos vemos conminados a reflejar en este espejo de escritura nuestro vacío o las grietas que nos acosan.
Todo aquello de lo que adolecemos se hace patente y nos vemos obligados a percibirnos desde otro foco, pues tal como ocurre en el poema anterior con los muebles, nuestras formas, límites y fronteras entran en la dinámica de esta lógica presencia/ausencia que delimitan al yo del otro que es, pude ser o no he sido…
es más, la perspectiva o enfoque en principio más
ajustado a lo real, llega a confundir los cuer-
pos en la abstracción del afuera.

Habrá que encontrar el lustre de las armas en el
ojo del testigo
en la versión contraria a la soledad del caballero.

A estas alturas la noción de ausencia ya no es la que encontramos en “Un caballo solo arrastrando”. La flor con su presente fugacidad y todo lo que ello implica (reconocer el sentimiento y hacerlo extensivo a otras realidades inmediatas). Tampoco se trata de esas otras ausencias que están fuera de mi alcance, lejanas, soñadas o tan sólo nombradas como en “Afuera de seguro algo cae”.
La ausencia en este caso se traspasa a la corporeidad del sujeto y provoca una enajenación que lo lleva a pensarse como ausente, precario y al observarse, se reconoce desde fuera, desdoblado como una realidad también en tránsito y caduca. En esta etapa se confronta lo que he sido y quizá continúo siendo, pero que estoy convencido, pronto, en algún punto no estará pues se produce lo que Heidegger señala en torno a la muerte… la posible imposibilidad.
Quezada por medio de su hablante haciendo eco de dicha idea nos indica:
En cuencas donde hallo el mundo hoy
y pequeño asiste todo
no habrá ojos:

la pechera rota
celada pues vacía
de esplendentes opacadas armas.

Tal le vieron caballero sobre la mano
estará el metal por ojos míos.

Una “armadura vacía” nos indica el texto. Un traje sostenido por el aire y el polvo, los rastros de una presencia ya extinta, un deshuesadero o los remanentes que sirven de indicio, huella para rastrear y reconstruir el esqueleto de lo que fue. Casi un trabajo de imaginación como el de aquellos que elaboran una gran bestia antediluviana a partir de un despojo.
En esta parte del texto se introduce por intención clara del escritor una cita tomada del soneto XXV de Garcilaso el cual cito textual…
¿Diría acaso:
hasta que aquella eterna noche oscura
me cierre aquestos ojos que te vieron
dejándome con otros que te vean
pudiera?

El intertexto no es caprichoso, es una pieza asociada clásicamente a la muerte tal como dice María Álvarez de la Universidad de la Laguna en su estudio “La sombra como muerte: historia de una forma de contenido”: “La imagen de la sombra como simbolizante de muerte presenta una amplia tradición en la lírica española (…) Este conjunto de rasgos, que reaparece en obras y autores de distinta época, de diferentes tendencias, no constituye un haz cerrado. (…) En sus variaciones, descubre nuevas vías de posible crecimiento, algunas agotadas, y otras en pleno desarrollo”.
En el caso de Garcilaso la imagen de la sombra toma la forma de noche oscura: “El tenebroso más allá ha sido simbolizado desde antiguo por la noche. Este sentido está presente en el soneto xxv de Garcilaso. La privación de luz está relacionada con el sentimiento amoroso en Garcilaso. La esperanza de volver a ver a su amada atenúa el doloroso trance de la muerte”.
Esta parte de la construcción literaria de Quezada nos lleva a aterrizar y constatar la verosimilitud de la noción presencia/ausencia que se prefigura como parte de esta lectura, pues como añade Álvarez la conformación del tópico sombra: “Posee dos vertientes en su configuración. Por un lado, el simbolizante sombra alude a la `muerte', y, por otro, remite a la vida humana. (…) De esta forma, la muerte es considerada como oscuridad, frente a la luz que simboliza la vida. Cuando desaparece la luz y el mundo pierde su contorno, se difuminan los objetos y comienza el predominio de las tinieblas. La sombra, falta de luz, lo envuelve todo”. (…)
Quezada en una coordenada de su poemario indica:
y de la luz su sombra uno
que bailase eclipsado el sol

Así pues, la imagen, aparece como una doble imagen. Los simbolizantes, sombra/luz, remiten a muerte/vida, a presencia/ausencia, lo cual nos lleva a pensar una vez más en las dicotomías y vincularlas a la “inter-contaminación” que plantea Derrida y extender esto al poemario y todos los elementos de su estructura formal desde el título “Muerte en Niza” hasta el sondeo de otros continentes de significación simbólica igual de importantes y que se hacen presentes en la constancia de arquetipos como los caballos situados no sólo en la bella imagen que constituye la portada sino a través de menciones reiteradas a lo largo de todo el poemario de forma directa como ocurre en “Un solo caballo arrastrando” o por medio de campos semánticos relativos al equino: cuadriga, carro, caballero, silla, montar, galope, crin, lomo, carrusel.
Sobre el caballo, más allá de su amplio y ambivalente simbolismo, debemos agregar que éste se encuentra asociado en diversas mitologías, religiones y sistemas de creencias a la muerte o tránsito que realizamos hacia lo desconocido. En la Revelación de Juan o libro del apocalipsis el caballo tiene una preeminencia marcada tanto en los cuatro jinetes como en la caída de Babilonia y su figura emerge protagónica ante el primer sello. Simbología que no está libre de la noción vida/muerte pues dentro de nuestra tradición occidental religiosa se le asocia tanto a la esperanza bajo el cuerpo de Cristo o la destrucción en manos de ejércitos: “Un caballo blanco: Teniendo en cuenta el simbolismo constante del color y la semejanza con Ap 19.11, muchos ven en este jinete que abre el primer sello una representación de Cristo, a quien pertenece la victoria (Ap 5.5). Otros, considerando las características de los demás caballos, lo interpretan como símbolo de ejércitos destructores”.
Por concluir, la tercera parte del poemario titulada “Afuera” sitúa por completo la presencia/ausencia en otra parte, en la antípoda del hablante y su ser, y nos remite a la total lejanía.
La luz ausculta mi corazón por última vez
el corazón como una lámina de agua
la luz se adentra y rompe en sus ventrículos
en el número dos
en su transparencia
en lo foráneo.

Queriendo vincular el “Afuera” al título general del poemario me gustaría extender la apreciación de presencia/ausencia, pensando en Niza y la idea de morir en aquel lugar, en dicha localidad que remite a un “afuera”, y que en lo personal, como lector, me predispone a una parte de mi enciclopedia por momentos trunca y que debo completar más allá de lo que tengo asociado a Chagall, y descubrir que este sitio (Niza), y sus colores descritos por Nietzsche a su madre a través de cartas de la siguiente forma: “Es una lástima que no pueda desprenderlos y enviártelos; es como si hubieran pasado por un tamiz de plata, inmaterializados y espiritualizados.”, remite a una historia que se teje en torno a una serie de figuras y momentos clave tanto de violencia y creación artística a lo largo del mundo, la historia, el tiempo.
y el amor se disfraza de doncella ahora de carruaje luego
y se transforma en un caballo desbocado
en un pozo antiguo donde nos vemos
acechando los cuerpos y el desastre.

Etimológicamente el nombre Niza surge a partir de la diosa Nice producto de la victoria bélica en contra de los ligures. Durante la edad media la ciudad interviene en los mayores desastres que azotaron a Italia, su pertenencia además ha sido disputada a Francia por españoles e italianos en numerosas ocasiones, finalmente Niza es bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial como preparación del desembarco de Normandía. En el otro sentido, Niza constituyó la residencia y punto de encuentro de importantes artistas como Miró, Braque, Picasso, Andre Gide, Marc Chagall, Henri Matisse Maurice Maeterlinck e Isadora Duncan, estos cuatro últimos edificaron gran parte de su obra y vida en aquel sitio y también en aquel espacio partieron (Muertos en Niza). Presencias/ausencias de las cuales nos quedan objetos fugaces y transitorios a modo de documentos, pinturas, episodios, danzas, testimonios y pasajes que permiten entender el devenir del ser y las lecturas que se generan por medio de sus acciones, bélicas y artísticas, afectando nuestra propia presencia y transitoriedad… Pues como dice Blanchot: “El libro envuelve, desenvuelve el tiempo y conserva ese desenvolverse como la continuidad de una Presencia donde se actualizan presente, pasado y futuro”.
Y hablando de tiempo, de épocas y momentos que se confunden en ese “afuera”, Quezada agrega en su poemario:
Una sola flecha es una guerra si el mundo está
sembrado de espejos amor mío una sola
dirección
¿Hallaré en la noche entonces para traer la lengua
mi palabra lo que cayó bajo esta mesa mi
poema de amor?
Pero participo de otros cuerpos no obstante
como esas pequeñas flores desesperadas por
abrirse paso hacia la luz.

La idea de participar de otros cuerpos, otras historias, señalando que lo otro es parte de mí y yo de aquello, remite a la noción de Derrida de presencia/ausencia en que el mundo se desenvuelve en su comunicación como un gran descalabro, indeterminable y que el filósofo grafica parafraseando a Shakespeare en Hamlet: «The time is out of joint» podemos agregar al respecto lo que Derrida dice en el capítulo primero de “Espectros de Marx”: “el tiempo está desarticulado descoyuntado, désencajado, dislocado, el tiempo está trastocado acosado y trastornado, desquiciado, a la vez desarreglado y loco (…) Time: tan pronto lo que la temporalidad hace posible (el tiempo como historia, los tiempos que corren, el tiempo en que vivimos, los días de hoy en día, la época), tan pronto, por consiguiente, el mundo tal como va, nuestro mundo de hoy en día, nuestro hoy, la actualidad misma: allí donde nos va bien (whither), y allí donde no nos va bien, allí donde esto se pudre (wither), donde todo marcha bien o no marcha bien, donde todo «va» sin ir como debería en los tiempos que corren. Time: es el tiempo, pero es también la historia, y es el mundo.
Por tanto en la lectura poética que propone “Muerte en Niza” todos somos conminados y no porque el autor, como otros poetas del momento y al uso, nos represente una realidad plana y sencilla, un mundo utópico o una distopía, pontifique con revoluciones, proclame un malestar ante su ciudad o una experiencia y sobreexposición agotada de su sexualidad. Actitudes de “creadores” que al final sabemos por lo engañoso y contradictorio del lenguaje, van a proponer unívocamente un mensaje en ausencia y burda mímesis inexistente que explota lo artificial y estéril de lo anecdótico.
Quezada lo indica con claridad en el fragmento transcrito a continuación:
Una vez vuelto el mar caerá la ciudad en mi pecho
florido
se irá llenando mi corazón
todo llevaré a mi corazón cuando se decida la
lluvia a recuperar su sitio
anudaré cada cosa cada lugar cada vida mi yo
arcaico

En ese grado, lo inesperado y que se aplaude en Víctor Quezada como escritor es su atrevimiento y valentía al poetizar en torno a la ausencia. Su voz nos habla de lo indecible, se posiciona en las entrañas del vacío de nuestra lengua y surfea en la extinción misma del sistema y las formas y en esa medida, al nominar la no existencia, al referir poéticamente la muerte situada en Niza o en la atmósfera que nos construye con el germen mismo de la confusión (el lenguaje), niega la posibilidad de morir y afirma la no existencia de la imposibilidad. Al someternos a semejante paradoja demuestra con belleza que las palabras no bastan para la verdad que contienen y así, todo lo escrito, todo lo pensado, dicho y realizado en este mundo de textos y discursos… será un continuo de la impotencia de presentar ad eternum nuestro deseo “inter-contaminado” por alcanzar la flor, cantar a la flor, nominarla una y otra vez o hacerla florecer en el poema, sin ninguna diferencia más allá de lo diferido.

Daniel Rojas Pachas
San Marcos de Arica – Agosto del 2010