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Publicado originalmente en Gatopistola Tax

En Muerte en Niza nos encontramos de golpe con una atmósfera única. La versificación no es accesible para el lector común, para el amante de la poesía, aquel que le sigue fervorosamente le sueña, le experimenta y vive, halla en este poemario un opus sugerente, compacto , pulcro.
Compuesto estructuralmente por tres corpus entrelazados por una línea “vidente” clara constante, personal. La atmósfera post medieval tiñe la mente del lector, con imágenes de gallardía, firmeza y campos de batalla, pero no los hallamos en los versos, si su sombra en el nombrar de la sangre y en la muerte del equino, fiel compañero, sin embargo, en el segundo de los corpus, nominado como el poemario, encontramos contemplación. El caballero encuentra en la mirada hacia si mismo y hacia el mundo un retrato de ausencias que cala hondo. Da la impresión de ser Garcilaso de la Vega, celebérrimo poeta muerto en Niza en 1536 y acostumbrado a las escenas combativas y combatientes, recordemos sus luchas políticas y militares.
Víctor Quezada parece apelar a esa humanidad del poeta, a esa que no alcanzó a retratarse en sus poemas y nos muestra con vigor, al hombre enfrentándose al espejo de las reconvenciones a plasmar las ausencias, un recuento de las heridas del alma,
siendo el último de los corpus, un delicado epílogo a una existencia llenas de avatares desequilibrantes materializándose así, inteligentemente, una reinvención de escena, no una reconstitución. El sello del poeta se encuentra en la disposición de los elementos dentro de cada verso, así encontramos velado el vértigo de una muerte próxima, la materialización última de la ausencia.
En cuanto a la musicalidad, nos encontramos con un ritmo propio pero que sugiere a los autores españoles del siglo XVI que recuerda a ratos, en una opinión muy personal, a las décimas de Nostradamus.
Muerte en Niza es el plasmar un instante de recogimiento en que un hombre, un poeta, un caballero en este caso. Retazos de memoria imágenes y conclusiones en el lienzo de una hoja en blanco. Obra concisa, pulcra, sugerente.

Eduardo J. Farías Alderete
Publicado originalmente en: Erototropismo 4 de abril de 2007
 
 Si bien los epígrafes de un libro configuran un radio espectral, en 20 son su punto de fuga. Y es que la tradición española no es agente de un ámbito combativo, ni menos de un sistema vanguardista en la constelación poética propuesta por el poemario: es la voz que inaugura el diálogo, la parodia [1] con que se configura el tono recargado y especular, el sonsonete cacofónico utilizado por el sujeto como proscenio. Es el teatro del conocimiento y la voz sujeta (hecha sujeto), la conciencia puesta en crisis para la disección del mundo. Así los colores, las formas y los números, son la primariedad en la que se desenvuelve la tragedia hecha comedia por el sujeto que resucita luego del fracaso ante los fenómenos.
La imposibilidad de unición, de la fusión con la madre, la amada, el enemigo o el padre como la adultez y la tradición, es el erototropismo con que entra la voz en la materia. Y tal entrada es ya caída, pues aquello innombrable no adquiere sonoridad. La pieza, la cuadrícula, la cuadriga y el damero de la ciudad, confieren la materialidad a la ingrávida presencia del amor. Su fuga es la destrucción del vínculo. Su paso es la catástrofe que halla hospicio en la mudez, en la involución a la infancia.
El mundo y los fenómenos engañan. Todo lo aparecido a la luz es fantasma y por tanto expira. Del cuatro al tres (la familia o la querella) y la lucha del dos por ser uno. 20 es el número de los dedos que digitan la premura adolescente, borrando con los pies lo escrito por las manos. Es también el doblez del espíritu al saberse en cárcel de carne y límite de sentidos. Y todo es espejo, simulacro [2], mas no fragmento o fisura. La organicidad del poemario es incontestable y anida en la religación de los ojos con los astros, con la luz y la apariencia como única seña de verdad. Socrático, ama el sujeto lo bello y no por eso ignora el bufo alarde de los signos. Ama su paso y el crepúsculo que dejan los seres ocultándose. Ama saber en tierra lo que los ángeles desconocen volando sin la comunicación de las bóvedas.
Aquí no hay sol, tampoco luna ni oscuridad mayor a la de los ojos abriéndose. Aquí hay decisión y desmesura, quizás validada por el arrojo de entrar sin frenos en la clausura de lo abierto. También hay errancia y negación al eclipse que la escritura hace del sentido. Mas en caterva de inmersiones, difícil es negarse a la extinción que proponen los choques del niño con las cosas, con la destrucción y los diez dedos mudos que dirigen las uñas perennes a la tierra.

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Notas

[1] Para-ode: Junto al canto.
[2] "pues me quedo ventana las mañanas viendo aún partir lo partido, si el estremecimiento ahogado ya vuelve como vuelve siempre a pesar de lo no existido"


Publicado originalmente en La calle Passy 061.  18 de noviembre de 2006


Para comenzar puedo decir que de estos poemas pienso lo que podría sentir acerca de una taza de té tan intacta como fría que un día viera en medio del piso de la habitación del autor: no hay ningún descuido en la presencia de los objetos que rodean el enfriamiento y posterior abandono de estas ‘blancas páginas destinadas al olvido’.
La poesía está presente tanto en el acto de dejar el té (que es también el olvido-presente del alimento, dolorido kairós), como en el acto de escritura: “tiempo de tiempos lucífugos”, donde el autor dispone su tiempo y espacio.
Pero más allá de esta conciencia que estructura “20” como una narración poética, nos es presentado en sus versos un sujeto dueño de un pathos y un sentido estético bienaventurado; la poesía deja el verso en algún lugar olvidado de su habitación —el poema— para hacer patente los cuatro costados de una música y una belleza tan rabiosa como dolida. Es la prosa aquí la verdadera “noche celeste”, atravesada hasta el alba de la mano en su ad-versación.
Ahora, refiriéndonos a los poemas, una de sus características es la extenuación de la línea: “Y un caballo solo arrastrando delante el estupor del anciano por lo fementido que llevamos a cuestas en paseo eternamente perecible al desdén”, V. Hay una expresión que constantemente busca desbordar por peso y extensión. Precisamente a partir de esto los textos apuntan en complejidad y riqueza a un blanco mayor.
En el sonido de las palabras encontramos una de las manifiestaciones de la adversación: “Alejado del sonido creo cayendo crestas craterizadas de las crines crecidas” –IX-, donde el sentido musical presente en la mayor parte de los poemas es sin embargado por el autor en las aliteraciones bruscas y rabiosas, como indicio de un ‘pero’ mayor en el quid de la obra, pues también existe un proceder similar en cuanto a sentido, en la extensión de los tramos sin pausas: “No he entrado, sino que aquí siempre engañar tratando dormido al tiempo aunque agrietado ya cuadrado más celeste y brillante transite”. En esto también influye el manejo del hipérbaton y los cúmulos verbales (donde no es extraño que encontremos infinitivos seguidos de gerundios, participios u otros infinitivos como en “poder ahogo simular”, IX), formas donde se lee un impulso definidamente contrario a la fluidez de: “pues no habrá un solo rezo que no encuentre cabello alguno por allí convicto entre las sábanas”.
En cuanto a su temática, ‘20’ intenta aúnar la edad y la escritura, pues tenemos a un poeta que se dice niño, y está sólo: “potente de orfandad”, enfrentándose al niño que se dice poeta, negándose a ser el puer senex en su impulso de golpear la realidad del tiempo por medio de la poesía, “pudiendo escribir tres trémulos trágicos todavía”. Es la edad en que podría re-sumirse la vida, mucho más donde que cuando la vida asesta los primeros puñetazos que hacen escupir sangre, y tinta. Tesoros con que la belleza recompensa a quienes van en vías de aprender el ars amandi de la carencia, y desde ella.
La matemática del amor emerge como fórmula heredada de César Vallejo, “lo pensé perpetuo el tarareo del tres, y quise habiendo aunado bien hacer un uno restando hasta acabado en dos”, XIII, donde el cálculo lo hacen los huesos desde la búsqueda de la unidad y la inmortalidad. Para este poeta también el amor del uno hacia el dos exige necesariamente una resta del primero, así lo encontramos “maltratándome las líneas benditas del mañanero madero ven”, donde el uno ya es un medio. La peligrosidad de la carencia es también parte de la prodigalidad de la orfandad, la vía mística resonando desde San Juan de la Cruz, pero como noche ‘celeste’, día polar de dios, virgen, y pedro con minúscula, nombradía de una diferencia uniforme.
Concluiremos con una observación acerca de la figura del niño terrible. Será leído a partir de la negación de abandonar un juego que comienza a decaer para volverse angustia, y que es la encarnación de lo amargo de una derrota natural, en la imagen de la Poesía como la más inocente de las ocupaciones.
Este juego esta presente en el poema, como propuse al inicio de este escrito, en la actitud legible del abandono de una taza de te que se prepara con cuidado para ser abandonada no en cualquier lugar, sino en medio del piso de la habitación: es la escritura y luego la duda acerca de la finalidad de la búsqueda de una belleza ‘muda y sin brazos’. La entrega a la belleza, sería pues: “estar niño reseñado en catálogos mercantilistas”, pero también embarcarse hacia toda la dimensión del arte verbal, si se buscar salvar todos los obstáculos de la odisea del poeta en estos tiempos patrísticos del porqué escribir, viaje que sabemos con seguridad el autor ha iniciado.
Quizá después de los 20 años sea necesario dejar toda idea de libertad definitoria, y beber el te que preparamos bien caliente.

David Villagrán. 2004, 2006 (corrección).