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"Una mujer se sienta en el borde de una terraza de madera con sus pies colgando". Presentación de El mar arriba de Nina Avellaneda.

Publicado en La Raza Cómica. 10 de noviembre de 2025.

  • El documento como una puerta al pasado, que permite conocerlo “tal como ha sido”.
  • Los manuscritos, los diarios como ventanas a la vida de escritoras o escritores, que nos permiten conocerles en su fuero íntimo.
  • La novela como una ventana abierta al día, que nos permite conocer el mundo.
  • Todos, mitos de la virginidad documental, la acumulación natural, la continuidad entre realidad y representación.
    Pero eso no es lo que quiero decir. Es famoso el comienzo de Nadja de André Breton:
    ¿Quién soy yo? Como excepción podría guiarme por un aforismo: en tal caso, ¿por qué no podría resumirse todo únicamente en saber a quién ‘frecuento’?

    Qui suis-je? Si par exception je m’en rapportais à un adage: en effet pourquoi tout ne reviendrait-il pas à savoir qui je ‘hante’?
    Según la edición castellana de editorial Cátedra, los verbos en francés ocupados por Bretón (être, hanter; equivalentes a “ser” y “perseguir” o, según la traducción citada, “frecuentar”) refieren tanto al dicho “dime con quién andas y te diré quién eres” (dis-moi qui tu hantes, je te dirai qui tu es), como a la ocurrencia de una aparición sobrenatural.
    Es decir, tal construcción verbal refiere tanto al citado dicho, como a la idea (en particular el segundo verbo, hanter) de ser atormentado por apariciones fantasmagóricas o, como decimos más coloquialmente, de ser “penados” por fantasmas.
    Por eso, a la pregunta de Breton: ¿quién soy yo?; podemos llegar a responder que yo es una casa embrujada o que yo es una casa llena de fantasmas.
    Entonces, para volver a comenzar, la idea es la siguiente: los libros tienen puertas y ventanas que conducen a diferentes piezas; puertas y ventanas por las que vamos de libro en libro, en la casa interminable de la escritura. Allí –como lectores– somos casa y fantasmas.
    Por ejemplo, en Souza –el libro anterior de Nina– una o varias puertas van a dar a El mar arriba -el libro actual-:
    ¡Qué trabajo ser persona!, [leemos en Souza] y pensar que hay quienes se complacen. Talentosos, nunca haber deseado nacer enredadera, cirros, oxígeno. Tener durante toda la vida el mismo nombre y miedo, estar destinada a tener miedo, un gran o pequeño miedo.
    Lo anterior podría haberlo escrito Luiza desde el extranjero en el reverso de una postal, una confesión sombría seguida de un saludo amoroso. Sin embargo, soy yo quien lo ha escrito, Luiza ha mejorado. Va al teatro a diario (...) La soledad ha dejado de ser un problema, a Luiza la ha adoptado una familia, una familia teatral. Si piensa en Souza escribe una carta que lleva al correo caminando, si su pensamiento es nostálgico entonces escribe para sí misma. Temo por la vida de Luiza cuando la obra acabe, sé que todos pondremos de nuestra parte para hacer que funcione, que esta mujer sobreviva, la necesitamos, necesitamos leer la historia de una mujer que sobrevive (39).
    Yo imaginé, luego de leer El mar arriba, que había alguna puerta trasera que conducía a Souza, porque me parecía que: la sinestesia del segundo libro se correspondía con la hiperestesia del primero; la figura de la máscara, con la del doble.
    Entonces volví a leer Souza –porque también tenía una deuda personal con ese libro: haberlo leído solo una vez, antes de su forma final, y terminar fantaseándolo–. Y en Souza estaba este impensado pasadizo hacia El mar arriba: la necesidad de contar/leer la historia de una mujer que sobrevive.
    Tras entrar por esa puerta me fue difícil volver a la lectura de El mar arriba con otros ojos que estos. Antes había elegido una entrada diferente: la luz y la oscuridad, la línea del horizonte, el color azul que para Goethe parece “alejarse de nosotros” (“como el cielo, como las montañas distantes”, dice en Teoría de los colores, párr. 780; como el mar arriba, añado).
    Había fantaseado esta otra entrada por un criterio casi cuantitativo: porque en once de sus fragmentos se nombra el color azul y porque hay un hiato de cuarenta páginas en el que no se nombra; hasta las últimas ocho páginas en las que es nombrado otras dos veces.
    ¿Y qué pasa en ese hiato?, ¿qué vemos por esa ventana?
    Un aligeramiento, la pérdida de un peso.
    Ese hiato comienza con el relato de un recuerdo infantil que abre a otras escenas de la infancia propia y ajena, vivida y vista, mientras en paralelo algo se desata, algo se desprende. En esas escenas aparecen la mamá (solo una vez), el papá, un vecino llamado el Compadre.
    Hay una imagen en esta escena del Compadre que me enternece. El Compadre era un vecino que tenía un nogal en el patio. El patio de ambas casas estaba dividido por una reja de malla cuadrada (o con forma de rombos más bien). Nunca se visitaban, pero a través de la reja el Compadre le regalaba nueces a la protagonista-niña.
    Un día, el compadre cae o se lanza a un pozo.
    Antes de eso [la muerte del Compadre], aparece la siguiente imagen, que sirve para sugerir la realidad de un paso sin retorno en la experiencia de una niña; una transformación o una apertura:
    El Compadre tenía un patio lindo que a ella le gustaba más que el suyo. Es posible que hayan sido las hojas secas acumuladas, los matorrales, los gatos flacos, o era tan solo que no era el suyo. No recuerda haber puesto un pie en él. Tan solo la mano empuñada que una vez cruzado el rombo se abría para sentir cómo era el aire del otro lado (76-77).
    Son fantasías, fantasmas, preguntas simples y difíciles las que aparecen en la mente de una niña: ¿cómo es el aire del otro lado?, ¿cómo es el aire del lado de la muerte?
    En el libro despuntan muchas imágenes como esta, que tienen la capacidad de sugerir sin determinar, a riesgo de pasar desapercibidas; imágenes que parecen ser la materialización de una apuesta literaria que está en el camino de extremar sus recursos. Esos que ya eran visibles en sus libros anteriores (Souza, La Extravía, que son los que he leído):
    • la concatenación desjerarquizada de elementos;
    • la puesta en relación sutil antes que la yuxtaposición;
    • la sugerencia de imágenes (mediadas por la fantasía, la sinestesia, el sueño) antes que el relato lógico y pormenorizado de hechos;
    Estos recursos montan la escena de un mundo anclado en la relación (juguetona, a veces; otras, melancólica) entre la protagonista y la narradora, que hace posible un yo que difumina su dimensión referencial, sin llegar a confundirse.
    Pero hablábamos de una ventana. Esa ventana de cuarenta páginas se abre a escenas de la infancia propia y ajena, mientras en paralelo algo se desprende. Podríamos plantearlo de otra manera, en El mar arriba, específicamente en esta gran sección central que hemos identificado con una ventana, se narra un alivio.
    No sabemos bien qué, pero algo se alivia, se pierde un peso. Y, de pronto, aparece un caballo:
    Pequeño milagro –he llegado a pensar–, la facultad de nombrar y poner en palabras, decir. Si hasta mi cuerpo se deshizo de su eterna contracción y sintió casi que moría porque nada lo sujetaba de las crines y lo obligaba a soportar. ¿Qué era aquello que mi cuerpo cargaba, y quién lo había puesto ahí? (94).
    El cuerpo es un caballo, nos dice Nina, sujetado por las crines, contraído, aguachado. El cuerpo es un caballo de carga, antes del pequeño alivio que significa deshacerse de ese peso, para ser por fin caballo.
    Este fragmento es en sí mismo una pequeña puerta (un postigo). Esta puerta con forma de caballo nos da la libertad de saltar sesenta páginas al pasado (de la 94 a la 34), donde leemos un nuevo recuerdo o fantasía de infancia (la abuela niña que, como cualquier otro animal, duerme a la intemperie, entre caballos):
    Duerme sobre sus rodillas, el lomo es su frazada. El día entero estuvo arreando caballos; mientras comían, su amiga la cubrió de abrazos. Durante siete años, todo el día lo pasaron en el cerro ella y su amiga arreando.
    No cruza el umbral, duerme afuera.
    Los hombres altos enciman su cuerpo sin hablar. Para decir algo haría falta un momento de ternura, su padre le arrojaba de vez en cuando una galleta. Retenía un sueño intacto en sus ojos, la abuela niña, sujeta a las crines de un caballo (34).
    Esta es la escena central de la breve secuencia de tres escenas a la que saltamos. Son las escenas de la madre, entre la página 32 y la 35; las escenas de la abuela y de la madre, de la madre y de la hija trenzadas. Lo que llama la atención de esta breve secuencia no es tanto su extensión (o sí), si no que esta historia que se abre podría haber sido contada de diferentes formas: más o menos extensas; con mayor o menor cantidad de recursos y referencias.
    De alguna manera, es fácil reconocer aquí ciertos sujetos históricos vinculados al campo chileno durante el siglo XX. Quizás podría ser plausible vincular esta historia con el gran ciclo de transformación económica que derivó en el desplazamiento de muchas familias del campo a la ciudad y, respecto de ese desplazamiento, examinar sus intersecciones de género y clase. Esto podría ser. Pero Nina elige otros caminos:
    Comenzaría con mi madre. Las pequeñas peripecias río abajo en un cuenco de madera. Para continuar con su madre, superpuesta a la hija haciendo girar la historia. Y la madre de aquella, la orfandad de cada una destronando el rencor. Yo construiría esa narrativa. El relato donde todos somos absueltos por la desgracia que nos antecede (32)
    Quizás haya otra alternativa. Así como en Souza, donde “la historia de una mujer que sobrevive” abría una puerta a El mar arriba, podría ser que “la secuencia de la madre” abra otra puerta, anuncie la posibilidad de otro libro (trenzado, más extraño, más sutil) en el camino de Nina, pero eso ya no depende de nosotros.

    Víctor Quezada
    25 de octubre de 2025