Publicado originalmente en Grado cero. Suplemento de literatura. Diciembre de 2019, p. 4

“El punto ciego es la zona de la retina de donde surge el nervio óptico” (Wikipedia) una bisagra entre ver y no ver, un origen que excede la visión y la hace posible. Confundiré groseramente visión con visualidad para hablar de Bulto, nouvelle editada en formato pequeño (16x11 cm, auténticamente de bolsillo) escrita a la altura de esa reducción: pulcra, despojada de histrionismo, transparente en el sentido de membrana que solo se ve cuando se pone delante de otras cosas; como el papel, no como el vidrio, de un transparente misterio que se sostiene estrictamente en el plano del lenguaje. En esto veo el primer valor del libro.
Al obstáculo eterno para la buena escritura, «esa imposibilidad de elevar a la altura de la imaginación aquellas cosas que existen bajo el escrutinio directo de los sentidos» como diría W. C. W., buena parte de nuestra literatura postnetflix decidió sortearlo vía visualidad. Un elogio habitual para un libro de cuentos o una novela es el hecho de ser filmables, lo cual, dadas las condiciones de producción audiovisual contemporáneas (una fuerte tendencia a la linealidad, un regreso a la invisibilización del montaje, un aristotelismo exacerbado por el 4K y su obsesión con el paneo horizontal) no hacen sino atentar con lo estrictamente literario, que acá no es una apología esencialista sino la defensa del nicho como resistencia a los embates del mercado. A sus condiciones, ¿qué nicho es el de un libro así? El del poema, o al menos el de un medio, el independiente, en el que el poema como material producido, consumido y editado, continúa siendo vital.
“Llegué a los 30 años sin pene. Videla murió ayer a los 88, condenado en una cárcel pública; el otro hijo de puta murió como buen cristiano sobre una cama del Hospital Militar, a las 14:15 horas del día 10 de diciembre del año 2006, en Santiago de Chile”.
Desde el comienzo sabemos este oxímoron del protagonista: carga con una falta; sabemos que falta no es carencia sino diferencia, y sabemos (vamos sabiendo, diría mal pero precisamente) que eleva esa diferencia desde la cotidianidad a la dimensión del lenguaje para devolverla a la cotidianidad, lo que Vallejo hace con el pueblo, y Dickinson con la naturaleza. Este es el tono del libro, el de un entre, el de un médium.
Los polos entre los cuales se ubica son varios: la muerte de Videla sentado en el wáter en un penal, solo, viejo, varias veces condenado no solo jurídica sino socialmente, versus la muerte de Pinochet, en una cama, rodeado de inmundos civiles y milicos que lo amaron y que aún hoy lo guardan en sus inmundas memorias. También el agua versus el continente; el protagonista pasa toda la narración en la costanera del Río de la Plata, lugar desde donde puede radiografiar (no fotografiar) varios tipos de personas demasiado típicas de Buenos Aires, “Los viejos del club náutico que son o fueron millonarios, se enriquecieron en los noventa a punta de información privilegiada”, “hombres de negocios, especuladores, antiguos socialistas”, “desempleados, hombres y mujeres obligados a rondar las mismas calles hasta perder la paciencia, la dignidad o, lo que es lo mismo, sus últimos pesos. Sobre sus chaquetas, quizás, el sol no brille”, “migrantes haciendo fila para obtener la Residencia Precaria”.
Otro versus, el versus desde el que viene y hacia el cual se dirige durante la mañana que dura la narración es Antofagasta-Buenos Aires-Antofagasta. El padre del protagonista muere en su tierra natal y él debe regresar a su casa. De lo que se desprenden otros versus interesantes: su madre y su padre, la viva y el muerto, la presencia y la ausencia que se intercambian papeles en los olores de la almohada y en la parte de la cama que usaba aquel y que lo constituye, ahora que no está, más total que nunca.
Qué es ser hombre, a qué vuelve uno cuando vuelve, qué abandonó, qué perdió y con qué cuenta son preguntas que propone en voz baja, susurrando, un poeta que escribió una hermosa nouvelle.
La escritura de bulto respondió a un contexto político específico. La trama -esos hilos que marcan el recorrido del personaje por Capital Federal, desde su habitación hacia la terminal de Retiro; esos hilos de los que otros personajes penden, suspendidos entre el suelo y el aire, sostenidos entre la vida y la muerte- sucede en una mañana. La mañana siguiente al fallecimiento de Jorge Rafael Videla.
Ese día 17 de mayo de 2013, las portadas de los diarios argentinos consignaron su muerte, encarcelado en el Penal de Marcos Paz, a los 87 años, sentado en el inodoro de su celda. Entre ellas, la portada de Página 12 marcó, para mí, para muchas otras personas, algo así como un acontecimiento, un instante en el que la historia argentina reciente, la historia de las dictaduras latinoamericanas, se cristalizó en una imagen potente, que destruía el apellido del dictador dejando la VIDA sobre la superficie de la tierra y a EL, más abajo, enterrado por fin. Como si las imágenes, como si el lenguaje pudieran, al menos, ayudar a conceptualizar la violencia estatal, la pérdida, como si la política fuera realmente posible.


En Chile, esta oportunidad nunca se dio. Pinochet murió como un buen cristiano, celebrado por el Ejército y parte importante de la sociedad civil, tratado con reverencia por los medios. Esta inconcordancia ante la muerte de ambos dictadores, pienso, pensaba, algo tenía que ver con la herida del personaje principal de bulto, con su emasculación, como si solo fuera posible transformarse a partir de la comparecencia de una política de la muerte y otro conjunto de políticas de la identidad, la autopercepción, la identificación y el reconocimiento.
Hoy, unos años después de la muerte de Pinochet, la muerte de Videla, de la muerte figurada del padre, unos años después de la primera publicación del libro, muchos de los políticos, mujeres y hombres, que consolidaron la dictadura y, con ella, el modelo económico chileno, siguen en el poder. En el contexto planetario, se han intensificado las estrategias y políticas de control, se han incorporado a nuestra vida diaria, nos permiten amar y añorar, desear y enfrentar el mundo, al tiempo que la vida se juega en la proliferación de imágenes, destinadas a otros y otras, procesadas por máquinas; imágenes cuya superficie esconde un profundo entramado tecnológico y político.
Frente a esta intensificación, sin embargo, son estas mismas imágenes y sus condiciones de producción las que nos permiten superponer identidades siempre provisorias. Frente a la muerte cristalizada, detenida, solo queda una vida provisoria como posibilidad de desajuste, remoción y sacudida.
Existiría quizás otra alternativa, mística y precaria, subversiva, de vivir la vida. Oculto bajo los ropajes contemporáneos, todavía persiste “un poco de cuerpo”. Es en ese ocultamiento donde el cuerpo provisorio se desata como unidad biológica indeterminada, como núcleo afectivo, como posibilidad de craquelar el mundo y, con él –en los bordes, bajo las cámaras, en “los puntos ciegos de la ciudad”–, las imágenes que lo sostienen.

18 de octubre de 2019
Publicado originalmente en Letrass5


Los grandes maestros de la pintura China establecieron una serie de instrucciones y consejos para ejercer el oficio de la pintura según lo que hoy denominamos estéticas taoístas. En una colección de textos sobre este tipo de pintura se encuentra una historia que narra la experiencia de un pintor empeñado en pintar un jabalí que yacía dormido en la yerba de una pradera. Siguiendo los consejos de su maestro, el pintor contempló por largas horas al jabalí para captarlo completamente, vibrar en su frecuencia. Solo así lograría plasmar en la pintura eso inefable que encerraba todo el ser del animal. Un campesino que iba pasando, observó el cuadro del jabalí y comentó al pintor que le parecía que el animal en la pintura estaba muerto. El pintor dudó de las palabras del campesino, estaba seguro de que había pintado un jabalí que dormía plácido sobre la yerba. Sin embargo, al acercarse al lugar donde lo había encontrado, notó que el animal permanecía recostado en un estado de inminente descomposición. El pintor, sin ser consciente de ello, practicó la lección principal de la pintura taoísta; que el Chi de lo que se pinta se apodere de la muñeca que sostiene el pincel.
Insistencia del día por hablar de la continuidad, de la impermanencia, de lo que piensa el caminante silencioso en la contemplación de la noche. Somos ilusión continua, dinamismo continuo, el tiempo es circular, un nuevo día insiste cada día.
Este libro de Víctor Quezada acusa la existencia de un contraste entre el concreto y la naturaleza. Donde existe un cuestionamiento sugerente sobre la materialidad del mundo, como dice Lao-Tse: ¿Dónde comienza una rosa?
Cada día el poeta abraza la circularidad del tiempo para plasmar sus reflexiones en extractos que se asemejan a meditaciones en constante conversación con el principio de la no-acción. Al comienzo, textos para ser leídos en silencio, una mezcla de cemento y montaña, que apuesta a la esperanza de capturar algo de esa “oscuridad indescriptible” que nombra la voz, aceptando la soledad desde una cognición occidental pero en situación de silencio que apela a la posibilidad de poder decir lo oculto a partir del uso de distintos elementos, algunos denominados “experimentales”, sirviéndose de espacios vacíos o unidades de espacio, de posibilidades que requieren del lector para concretarse. Evidenciando la insuficiencia del lenguaje, cuestionando los paradigmas materialistas del acto de nombrar, lenguajear, escribir, a fin de cuentas, del acto creativo en sí mismo, que es propiedad de especies artesanas como la nuestra. La ruptura del espacio formal que ocupan los cuerpos textuales destaca una (de)construcción del texto, para construir (en su lugar tal vez) otros significados posibles. Todo aquello parece dar cuenta de la soledad que nos acoge. Estamos solos. “Sólo yo soy testigo de mi propia consciencia”. Encontramos un reconocimiento de la necesidad de invitar al silencio a que nos enseñe las cosas que creíamos comprender, porque conocimiento y comprensión no son sinónimos. Invitar al silencio es el primer paso para emprender el camino hacia la pérdida del nombre que pasa por el reconocimiento de las imposibilidades del lenguaje, rindiéndose ante este callar:
Dice la voz que al principio intenta hablar:

“(entre yo
. . . . . . . -el que escribe-
. . . . . . . . . . . . . . . . . . y la montaña
descansa el deseo de escribir
. . . . . . . . . . . . . . . . . . montaña
para que rompa la tierra
. . . . . . . . . . . se eleve
. . . . . . . . . . . bajo tus pies)” (18)

Luego sobre el reconocer las imposibilidades del lenguaje y la contraposición con la oscuridad indescriptible, la voz que acepta la necesidad de callar:

“un texto puede corresponder
como un gorrión
a los representantes prototípicos de la categoría
(los pássaros)
pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible” (20)

“al reverso de cada cosa huye el mirlo
pero no vemos el mirlo en las cosas” (21)

Sobre perder el nombre, que es la duda transparente de la materialidad: “Nadie: me llamo Nadie” (21)
Cuando los propios límites se vuelven borrosos. Entonces queda lo otro, lo nadie. Lo sin nombre. Lo que no se puede nombrar. Existimos como criaturas que lenguajean en vez de existir como criaturas que ven. La insatisfacción de la expresión lingüística es como una metáfora de esta vida, donde buscamos representar eso desconocido que llevamos pero sin conseguirlo nunca realmente. Porque tampoco entendemos lo que es y de entenderlo, guardaríamos silencio.
Esta poesía viene de una contemplación que penetra la consciencia y cuestiona la materialidad sin muchas palabras. Justamente, los cuarenta textos finales se aproximan íntimamente al haikú, más allá de los tecnicismos. Encierra momentos que son como una serie de pequeños cuadros de tinta capturando el movimiento de una hoja, la montaña, el mirlo, la oscuridad indescriptible. El estilo de estos textos viene de un lugar de honestidad, aceptando la situación occidental del espacio enunciador. Por eso rehúye de las pretensiones forzosas y acepta-asume-construye un nuevo espacio, que es propio y desde aquí pero que captura esos momentos de epifanía que produce la escucha.
Víctor Quezada es extranjero. El sentimiento de la extranjería lo acompaña a lo largo de su camino creativo. Su paso por las ciudades y las lenguas, la mezcla de la no pertenencia lo llevan, a mi parecer, a esta reflexión de la Insistencia del día, donde la extranjería es algo más profundo que la tierra y el idioma. Es la humanidad que habitamos. El samsara que impulsa nuestra voluntad de vida al encuentro del camino a casa que se forja entre la niebla nocturna. Y por eso el acto de escribir aparece abriendo el texto, porque es tal vez, el acto creativo, un hilo enraizado a la consciencia creadora de la naturaleza, lo que nos mantiene un poco más próximos a esa casa originaria a la que aún no sabemos regresar.

*
Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5


Insistencia del día de Víctor Quezada es un libro que transcurre en tres tiempos: Cielos de la ciudad extranjera, Deriva y Cuarenta días. Es posible nombrarlos de atrás para adelante y decir o leer que el viaje aquí descrito va y viene en el transcurso de cuarenta días a la deriva para así encontrar una boya que nos rescate y nos facilite la acción de flotar sobre las aguas de los cielos de una ciudad extranjera. Porque eso es este libro, una deriva entre objetos que signan un paisaje que a su vez permite que el que flota se afirme a algo para no caer por la borda antes de terminar el viaje. En definitiva, una búsqueda de los signos de la realidad que dan paso a la construcción de un piso o lugar, desde donde se materializa la mirada y la vida de un cuerpo opinante. Es justamente ese proceso, el que permite al personaje anclar en la eternidad del aquí y ahora.

Pienso entonces que el que escribe viaja desde los fragmentos que el ojo aprehende a la construcción de un pensamiento. Hornea un mundo a partir del asombro y lo amarra a detalles cotidianos y naturales: el sol que desaparece y vuelve al modo de un eterno retorno, la masa oscura y negra de la montaña cuya sombra y peso es inevitable, la gota de agua única que es en sí un mundo y contiene a todas las otras, etc. Con ese conocimiento camina el que escribe, con eso lucha y anota paso a paso una forma de ser y estar que fluye sin grandilocuencias y a pesar de los torbellinos e impedimentos que instala el abuso humano. Arma y desarma una y otra vez tanto el derrotero del poema como la visualidad y la ubicación de los versos, en su afán por dar con un modo de exponerse sobre la página para hurgar y encontrar un sentido.

El estado de extrañeza permanente del sujeto que habla en el poema es el corazón que bombea y signa el libro. El que habla se detiene para anotar porque intenta así dominar esa extrañeza que lo fragiliza en un mundo vertiginoso que no se detiene y, dice el hablante, si no lo escribe con urgencia, perderá el sentido y naufragará. Lo particular, contiene o es, también y siempre, el todo. Ahí, en ese “todo” donde la soledad se convierte en un pálpito de lo pasajero, encuentra el reino consciente y resistente entre las palabras. Palabras que son piedras o señas de un transcurso que se arma a punta de detalles que, como estrellas fugaces, brillan un instante para luego desaparecer en la inmensidad de un mundo que se resignifica en cada estación. Por ejemplo, un mirlo en medio de la bandada que oscura aparece, pasa y ya no está, sólo para que el espacio que resta entre sol y sol, se vuelva a llenar con esos mismos/otros pájaros negros. Cadena interminable que hinca su diente en la humildad de no ser más que un deseo fulgurante. Ese que se manifiesta en el instante presente. Ese aquí y ahora sin fin, ese eterno que nos envuelve para dar paso al mencionado aquí y ahora que lo sigue, construyendo así un estar eterno mientras anota una y otra vez.

Se podría decir que este poemario funciona como una intensa meditación sobre la vida y la muerte y que trabaja para construir un lugar, una referencia en la que sea posible habitar. Y, sin embargo, su escritura se articula como flujo continuo, como sucesión imprevisible de imágenes que no es posible fijar, salvo en la instantaneidad de cada una de esas estaciones que dibujan el camino del tránsito.

Hay, pienso, un manojo de micro-acciones que articulan el poemario y desestabiliza el eje central. Así es como dispersa la aparente dirección única que parece enunciar el poema. Decir también, que el libro es una experiencia que fija su relación con el lenguaje y la noción del tiempo además de una incisiva anotación contra la arrogancia humana. Este es un texto fragmentario que se articula en el montaje de las pequeñas grandes cosas o fenómenos. Una voz que se manifiesta con libertad creativa contra toda posible autoridad o jerarquización; contra todo abuso y explotación. Una elegía al poder de la palabra que nos permite resistir entre sol y sol.

*
Texto leído en la presentación de Insistencia del día (Komorebi Ediciones, 2018). Librería Casalibro, Valdivia, 25 de enero de 2019.
Publicado originalmente en Letrass5

Víctor Quezada ha publicado Muerte en Niza (2010) y Yoko (2013), entre otros libros que flotan en algún lugar de la web. Ambos libros fueron publicados por separado, como unidad. En Marón americano, en cambio, vemos el listado anterior en un solo objeto. De cierto modo, resulta ser algo nuevo, o sea, el libro permite –porque ha de haber estado bien pensado– ser leído de otra manera, no solo porque “simplemente” se hayan reunido sus poemas en un nuevo libro, también se puede vislumbrar un nuevo hilo conductor, una nueva unidad. No estamos “releyendo sus libros anteriores”, o sí, pero es eso y más.
En este libro de poemas la voz nos va recordando que siempre existe un cuerpo de manera tácita; un cuerpo animal, un cuerpo humano, la consciencia y los sentidos de este. Estos conceptos merodean en Marón americano desde el primer hasta el último poema, ofreciendo siempre distintas formas y alternativas en las imágenes de cada verso.
El primer conjunto de poemas en este libro se titula “Un caballo solo arrastrando”, aquí hay invocaciones y ofrendas. Una imagen de lo primitivo y de la importancia espiritual que contiene el cuerpo en su naturaleza, en sus comienzos:
e invoco
al dios propicio y prometo
blancos muslos de blancos toros
roja sangre al cielo
blanca grasa entre la sangre
por evadir tu nombre
por querer el cuerpo allí
curtido y visible
más cuerpo que el reposo.

Luego, en la sección titulada “Muerte en Niza”, esa presencia tan diametral de cuerpos de animales, de sangre, de músculos y extremidades descritos a destajo, pueden ir desapareciendo. O, mejor, digamos que aquí el cuerpo es más humano que de animal carente de consciencia. Tiene la facultad de ir haciéndose menos visible e incluso introspectivo. Un humano con ojos cerrados en una cama:
La cama retrocede entonces
a polígono la almohada un diseño regulado y perfecto
El espacio inmóvil puedo
cerrados los ojos reducido a espalda.

De a poco va interrumpiendo una conciencia típica de una siempre usada corriente existencialista. La voz se pregunta: “¿Hasta dónde esta belleza interrumpe mi imagen?”. No se sabe con exactitud si hay otro impidiendo algo o es el mismo cuerpo que no se permite ver de modo nítido.
En “Yoko”, la validación del texto como “poesía” se comienza a complejizar por las infinitas discuciones que han girado en torno a lo que es o no, poesía. El modo, la forma, la manera en cómo se ocupa el espacio de la hoja, un poema titulado “Novela”, una historia, un personaje y un dibujo, un reflejo de la imaginación, la voz del poema:
Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla: si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre.
Y dicho sea de paso, en Marón americano, el orden de los factores sí altera el resultado, considerando como “factor” el estado que se propone en cada verso respecto al cuerpo, a la visualidad, la posición y nitidez de lo corpóreo.
Publicado originalmente en Letras en línea, 19 de octubre de 2018

El gesto transitorio en un sentido crítico, es decir, el gesto provisional que tienta y conjetura otros horizontes de lo real, prevenido de la suficiencia que define el mundo en tanto funcionamiento o trascendencia; ese gesto incompleto, un pesado atado de vigas suspendido en el cielo de la ciudad, un fardo de espigas que cruje desperdigado en la noche, alienta estos poemas; lo insostenible, intraducible, incesante detenido sin embargo cuarenta veces al alba. “Amanece, el poema se abre” y Gonzalo Millán inicia las series, las estaciones, los enlaces del idioma y resuena en la escritura de Víctor.
Los poemas, los libros se abandonan (“a lo sumo fingen comenzar o terminar”), la obra es vivir mientras gravitan, se constelan esos fragmentos, trazan un arco de insistencias y convicciones; creo que este libro posiciona en la obra del autor – que consta ya de seis ediciones – una vitalización de la escritura. En este sentido, habría que establecer que en la poesía de Quezada es constante la imbricación de la experiencia de las ficciones o lecturas como fundamento de la experiencia del sujeto y su despliegue formal o, en otras palabras, está en la base de su poética: el texto como espacialización declarativa de un nuevo dominio (Muerte en Niza) y la conjetura de ese dominio como serie de superposiciones, deseo y distancia irónica (Marón americano). Este impulso o comprensión se extiende a Insistencia del día, pero desborda las discontinuidades: la escritura es una vida que sobrepasa, traspone el texto, tal como sucede en 20, primer libro del autor.
En Insistencia del día, la vitalización señalada reside, por una parte, en la contemplación: alguien siente amanecer; por otra y como disposición decisiva, se despliega en abierta controversia con las dinámicas de la significación común, las formas de habitar y las formas convenidas de decir que se habita, en momentos en que la heterogénea intensificación y multiplicación de las imágenes y los testimonios es proporcional a su estancamiento o banalización en la inercia de las lógicas imperantes, como también proporcional a la apelativa urgencia por la acción colectiva.
Existe un cruce de discursos convocados al texto en tanto desjerarquización de la experiencia solitaria que, a la vez, componen una reivindicación de la soledad como situación enunciativa: la viga maestra que en medio de los cuartos se gasta y dobla mientras se despierta “a la densidad del sonido”. Esto ocurre, por ejemplo, cuando Víctor escribe la distancia entre la imagen trazada y el objeto contemplado, junto a la distancia entre el acto de escribir y nosotros, el lector:
A esta escena se superpone la descripción gramática de la Real Academia que, cortada en versos, fractura la confesión, enfatiza los recursos, conduce la alegoría a una nueva suspensión:
Mediante esta separación o encuadre podría entenderse el uso de las citas en el poemario: Alighieri, Pasolini, Ferreira Gullar, Lihn, Luis y Elvira Hernández, Ximena Rivera, Gonzalo Millán, entre otros escritores. Los versos o el señalamiento de estas propuestas o figuras/biografías constituyen el marco (la ventana) de la interrogación de Víctor al paisaje de la ciudad y a su propio entorno íntimo: la resistencia de un sueño dentro de otro. Cuatro tablas desbordadas que parapetan una relación simple pero no inocente con las cosas, la constatación sensible de su divergencia y necesidad en el lenguaje, la radiante profundidad que desdibuja la ventana: afuera es adentro y viceversa (como en el poema final de Muerte en Niza, hace diez años).
Entre esos cruces, la escena del alba alterna dos antecedentes sin grietas que anudan nuestra época: el sol, la razón que distingue, detalla y multiplica los matices, las sentencias y explicaciones en pos de un orden: el capital y el mercado, el armamentismo inmobiliario, el tráfago, las grúas como el reloj de la futura torre que fuerza un porvenir; y, luego, la noche, aquella condición de nuestra vida colectiva, indicada por Ennio Moltedo cuando advierte: “Si pones el oído sobre la tierra desnuda escucharás claramente el nombre de los asesinos”. La noche, imagen de la dictadura en Moltedo y otros, y la luminosa bulla de la postdictadura o, en palabras de Pasolini, “la sede del cinismo neocapitalista, y crueldad al volante” sintetizan el tiempo en que se escribe. Detenidos en ese umbral vemos, entre las cosas que caen y las que se desea -tranquilamente- que colapsen:
Y nos esforzamos por soltar, por retener la combinatoria contrastante de esa imagen irresoluta, recurrente, circular. Alguien lee, piensa en sí mismo.
Publicado originalmente en Ojo en tinta, 16 de octubre, 2018.

“Escribir por cuarenta días, como la primera cosa que se hace al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre)”.

Insistencia del día de Víctor Quezada es el resultado de esa observación. Resultado, pero también continuación de una tarea, un camino, emprendido por otros. El mismo autor, que a partir de ahora es él y esos otros, lo advierte: “un libro que a lo sumo finge comenzar y terminar”.

Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para constatar la presencia de las cosas. Despertar. Observar. Escribir durante cuarenta días para encontrar, a la hora en que el mundo duerme, el silencio necesario para instalar, no fuera sino dentro, la pregunta por la relación entre las cosas y su nombre.

“Entre yo –el que escribe– y la montaña descansa el deseo de escribir montaña”, anota Víctor Quezada en su diario abierto.

Y me parece que retoma la pregunta de los poetas que, influenciados por el budismo zen, salieron a los caminos para observar la relación entre el árbol y su nombre, la montaña, y su nombre, los pájaros y su nombre.

Es una trampa. El lenguaje es una trampa, dirá mientras recorre los senderos de Oku el maestro de los poetas caminantes.

Y en un escritorio que da a una ventana –les recuerdo que durante cuarenta días un poeta despierta, observa y escribe– la pregunta insiste:

“Un texto puede corresponder /como un gorrión/ a los representantes prototípicos de la categoría (los pássaros) pero un mirlo es de una oscuridad indescriptible”, nos dice el autor de este diario.

Cómo se llama. El poeta japonés quiere saber su nombre.

“Nadie: me llamo Nadie”, responde Víctor Quezada desde esta otra orilla del tiempo.

El tiempo. Si despiertas y observas durante cuarenta días lo que escribes es el tiempo.

“La escritura avanza mientras caemos”, dice. Y Matsuo Bashō, Si Kongtu, poeta de la dinastía Tang, lo escuchan y asienten.

Pero siguen sin resolver el problema del lenguaje. El lenguaje es un trampa (árbol, montaña, pájaros ¿logran las palabras despertar eso que duerme en el interior de lo nombran? ¿logran las palabras ser eso que representan?) El símbolo es una trampa. El lenguaje es un trampa y ahí está Víctor Quezada, ahí están los poetas orientales, ahí estamos nosotros, entrampados.

Si Kongtu, es quien toma la palabra, desde su retiro del mundo, en el monte Hua, a fines del siglo IX. Veinticuatro son las categorías de la poesía y en el preludio de la categoría XVII, donde trata el asunto de Lo curvado y lo sinuoso, dice: “piensas que eres solo uno, ascendiendo, con tu propio esfuerzo, sin nadie, sin nada más. Pero te mueves con el mundo todo. Por eso te cuesta subir. Llevas el peso abstracto del mundo”.

El peso abstracto del mundo –lenguaje, símbolo, discurso– eso es lo que habrá que limpiar. Un poeta camina. Otro se retira al monte Hua. Y otro, durante cuarenta días escribe intentando separar la esencia del artificio, el ruido del canto, de modo que lo pesado retorne a su naturaleza leve.

Ya no se trata de lo que el poema es capaz de hacer con el lenguaje, ni siquiera de lo que el poema le hace al lenguaje, sino de como el poema es capaz de recordarnos una existencia anterior a los nombres.

En la categoría XXII titulada La distancia y la deriva, Si Kongtu, nos recuerda que lo que no puede ser atrapado, puede ser sin embargo, oído. Y Víctor Quezada, más de diez siglos después, le responde que hay una hora en que “el canto de los pájaros transporta el rumor de las cosas”, una hora en que “las cosas permanecen en sí mismas, se preparan para contener el sol”.

Hay un momento del día –el despertar de la mañana– en que todo alcanza su nitidez, un momento en que es posible reemplazar el símbolo por la correspondencia. “La línea que rodea el cuenco (de Santiago) es también la línea irremontable del ojo”, dice el diario abierto.

El paisaje que se ve por la ventana se replica en el interior del propio cuerpo. Durante cuarenta días despiertas, observas, escuchas, escribes. No se trata de lo que el poema hace con el lenguaje, o al revés, porque ya no se trata del poema –lo sabe Bashō, lo saben los poetas que se internaban en las montañas en busca del Tao– sino del acto de escribir.

A medida que las palabras retroceden y el espacio en blanco gana lugar en la página (que es también el paisaje que se ve por la ventana, el cielo de estos cuarenta días) escuchamos que desde la montaña se asoma por última vez la voz Kongtu: “lo más preciado se esconde ínfimo en la maleza y nadie se ha fijado, solo tú. Recoge cuanto puedas, cuanto se entregue y se ofrezca”.

“Una nube –pequeña, dorada– posada apenas sobre la línea de la montaña , anuncia la salida del sol”, dice el diario abierto en su última página.

Cuarenta días. Despertar, observar, escribir, es lo que se necesita para limpiar, reparar, zurcir, por un instante, el pacto con el lenguaje.

Cuarenta días para que ya no la palabra nube, sino la nube misma –pequeña y dorada– se detenga un minuto frente a la ventana.

Cuarenta días para dar cuenta ya no del problema del lenguaje, ya no del poema, ya no del propio nombre, sino del movimiento, el dinamismo continuo e interminable.

La nube.

La nube y luego, otra vez, el día, su insistencia.